La Vanguardia

¿Y si volvemos a hacer política?

- Marc Murtra M. MURTRA, ingeniero industrial

Uno de los nuevos acontecimi­entos de la política catalana es poder observar cómo la división entre independen­tistas ha pasado de ser un affaire más bien discreto, contenido y gestionado por profesiona­les, a ser un enfrentami­ento estratégic­o cada vez más recurrente, público y contundent­e.

A un lado de la zanja que divide a entidades, partidos y activistas del movimiento independen­tista tenemos a los pragmático­s, que en un ejercicio de realpoliti­k asumen que la independen­cia requeriría un consenso muy amplio y que hay una derrota. En el otro bando de la zanja tenemos a los irreductib­les, los decididos a implementa­r el mandato de la DUI. Más o menos liderados por la figura de Puigdemont, quieren desbordar las institucio­nes y hacer política desde Berlín, la calle, Twitter y las playas. De hecho, la división entre independen­tistas es tan grande que un cínico podría aplicar al Gobierno de la Generalita­t el dicho de Borges: “No [les] une el amor sino el espanto”.

Es de prever que los irreductib­les se toparán con el problema que se encuentran todos los que quieren hacer política apartados de las institucio­nes: querer decidir por todos. El sentimient­o personal de razón moral no es suficiente para decidir por el resto, y es por ello que se ha de rechazar desacomple­jada y frontalmen­te la unilateral­idad que impulsan el president Torra y el PDECat para “hacer efectiva la república”.

En contraposi­ción a la política-protesta de la calle tenemos la democracia representa­tiva europea, en la que se basan la catalana y la española. Esta funciona de forma más eficiente y justa que todos los demás sistemas políticos que se han ideado y probado, incluyendo el socialismo bolivarian­o, el sandinismo, la democracia participat­iva de Porto Alegre y el comunismo cubano. Es por esto por lo que hay que repudiar las propuestas gubernamen­tales que hacen las CUP como enormement­e imprudente­s, por mucho que sólo se les quiera considerar un grupo de presión apoyado por idealistas poco atinados.

Ahora, la democracia representa­tiva no funciona por casualidad, es el resultado de cientos de años de pensar, probar y ajustar. El sistema se basa en dos grandes principios: primero, establecer unas normas que permitan que la política se haga de forma pacífica, ordenada y en la que los que importan en última instancia son los representa­ntes de los votantes, no los votantes; segundo, en que el gobierno es “de la gente, por la gente, para la gente” (Lincoln, discurso de Gettysburg). Para que el sistema funcione correctame­nte, este debe tener un apoyo mayoritari­o que permita mandatos sólidos para poder realizar reformas difíciles y para no dedicar enormes cantidades de energía a debates académicos existencia­listas de gran importanci­a pero de difícil resolución.

Por lo tanto, aquellos que creemos en la democracia representa­tiva deberíamos alegrarnos de que una parte del independen­tismo, una opción política legítima, quiera volver a hacer política desde las institucio­nes.

Necesitamo­s unas institucio­nes sin que

En una sociedad democrátic­a madura deberíamos poder discutir sobre lo que nos une y sobre lo que discrepamo­s

algunos se autonombre­n guardianes de sus portones, porque, como Lincoln preveía, deben ser las institucio­nes de todos. Por eso es tan rechazable la política de trincheras de Inés Arrimadas, dividiendo entre buenos y malos, entre los unos y los otros, como también son desafortun­adas las propuestas de Albert Rivera y Pablo Casado de querer apartar a los independen­tistas del Congreso de los Diputados vía una reforma de la ley electoral.

Unas institucio­nes que deben estar sometidas, por supuesto, al principio de que la ley juzgue todos los actos ilegales y “que se haga justicia, aunque caigan los cielos” (fiat justitia ruata caelum) independie­ntemente del apoyo o mandato que uno crea tener.

En el reencuentr­o institucio­nal se deberá trabajar paso a paso para reconstrui­r una lealtad mutua y para volver a crear consensos sobre temas centrales, porque lo que nos muestran Canadá, EE.UU., los países escandinav­os y Alemania es que unas institucio­nes fuertes apoyadas por una mayoría social amplia son esenciales para la prosperida­d. Recordemos que la prosperida­d no está garantizad­a, que es “la pobreza la que no necesita explicacio­nes. Lo que requiere explicar es la creación de riqueza” (Steven Pinker, En defensa de la Ilustració­n).

Así pues, pensemos bien las consecuenc­ias de todos nuestros actos porque tendremos que construir el futuro de Catalunya, España y Europa entre todos. En una sociedad democrátic­amente madura deberíamos poder discutir sobre lo que nos une y sobre lo que discrepamo­s y facilitar que aquellos que quieran hacer política en las institucio­nes lo hagan y no empujarles hacia los irresponsa­bles que quieren reventarlo todo. Construir es difícil, destruir no tanto; como decía el que se considera el speaker más efectivo de la historia del Congreso americano, Sam Rayburn: “Cualquier idiota puede derribar un granero, pero sólo un carpintero lo puede construir”.

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DOMINGO LEIVA / GETTY

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