Poesía de bar
El bar Lluís de Camallera (Empordà) parece mantenerse idéntico “desde 1953”, fecha de apertura que se lee en su tarjeta. Como a cierta edad tras cada descubrimiento hay una imagen que resuena, cuando lo descubrí hace siete años me vino a la memoria el bar de la fonda Fonoll de Poblet, modelo para mí de bares que durante años se han resistido al ángel exterminador de las reformas. Durante casi veinte veranos me sentaba allí a diario para la copa del atardecer. El reloj de la fachada de la Puerta de Prades siempre marcaba la misma hora, lo que daba a la escena un aire de eternidad encantador. Junto a Roger Moreno, mi hombre entonces, comentábamos cómo nos había ido la jornada de escritura. Recuerdo que hablábamos mucho de los vaivenes de la inspiración, y de si una pareja de amantes puede compartirla equitativamente o si, por el contrario, cuando uno la acapara el otro se queda sin su parte. Acabábamos con un paseo suspirante por la inmensa plaza mayor del monasterio, desierta a esta hora crepuscular. Él suspiraba diciendo lo mucho que le habría gustado ser monje cisterciense de no ser por las mujeres. Yo suspiraba diciendo lo mucho que me habría gustado ser hombre para hacerme monje (sin embargo, qué curioso: nunca pensé en hacerme monja). Mantuvimos la tradición hasta el último verano antes de su muerte. Pero un par de años antes, fuimos traicionados. A nuestra llegada veraniega encontramos el bar reformado (para nosotros, devastado). Se perdieron los efluvios intangibles que habíamos hecho nuestros y que creíamos compartir con generaciones pasadas de fondistas y parroquianos. Y no regresaron.
En cualquier caso, lo que daba a este bar
Hablábamos mucho de los vaivenes de la inspiración y de si esta puede compartirse
un carácter tan especial no era sólo la resistencia a reformarse, sino también la magia poderosa del monasterio y del paisaje vitivinícola que tiene enfrente.
El bar Lluís, por su parte, tiene también enfrente un edificio emblemático: una de esas estaciones con paso a nivel y sin personal donde el tren pasa... o no pasa. Hace tres años acompañé allí a un amigo. El tren nunca apareció. En el mostrador del bar comprobamos que los horarios eran correctos, pero nada sabían del tren ausente. Éramos cinco personas en el andén. Nadie dijo nada, nadie nos dio ninguna explicación. Esperamos casi dos horas y los cinco abandonamos la estación en silencio, sin quejas ni comentarios, como si lo ocurrido fuera lo más natural. La serenidad del paisaje ampurdanés (también intenso y también mediterráneo) es buen combustible para afrontar cualquier contingencia.
A la fonda Fonoll, nunca he podido regresar. Tampoco al monasterio. Al bar Lluís, voy de vez en cuando. A la estación, aunque está enfrente, no he vuelto: lo que aquel día fue un hecho poético, cualquier otro día puede ser una putada. Y si algo tengo claro, es que con la poesía no se juega.