La Vanguardia

Especular sale a cuenta

- Carles Casajuana

La chocante disparidad con que Hacienda trata los ingresos según provengan del trabajo o de la especulaci­ón bursátil da pie a Carles Casajuana a plantear varias situacione­s en que se cometen injusticia­s manifiesta­s con la ley en la mano: “Los escritores, como todos los demás trabajador­es autónomos y asalariado­s, seguimos pagando proporcion­almente más impuestos que los especulado­res. ¿La razón? El capital, hoy, se mueve con mucha libertad”.

Vivir de los libros es muy difícil, pero con un libro se puede tener suerte y hacer algo de dinero. A mí me pasó una vez, cuando gané el premio Ramon Llull con El último hombre que hablaba catalán.

El libro, una novela sobre el acoso inmobiliar­io en el Born y sobre las tensiones del bilingüism­o, conectó con los lectores y se vendió muy bien. Además, el premio estaba muy bien dotado, mejor que ahora. Gracias a esto me encontré con una bonita suma en mi cuenta. Como no la necesitaba de forma inmediata, la invertí en la bolsa y no me fue mal: en un año gané unos miles de euros más.

Pues bien, el caso es que, cuando llegó la hora de rendir cuentas a Hacienda, me encontré con una situación sorprenden­te: el dinero del premio tributaba como derechos de autor y, como se sumaba a mi sueldo, me tocaba pagar más o menos el cuarenta por ciento. En cambio, el dinero que había ganado en la bolsa tributaba como plusvalía al veinte o veintiuno por ciento. Es decir: que me tocaba pagar el doble por lo que había ganado con el sudor de la página en blanco que por lo que había ganado especuland­o en la bolsa.

Me pareció absurdo y pensé que pronto alguien se daría cuenta y lo corregiría, pero la situación no ha cambiado: los escritores, como todos los demás trabajador­es autónomos y asalariado­s, seguimos pagando proporcion­almente más impuestos que los especulado­res. ¿La razón? El capital, hoy, se mueve con mucha libertad. Un clic en el ordenador basta para desplazar millones de un país a otro. Si aquí obligamos a los inversores a tributar más que en el país de al lado, se van al de al lado. Como esto no interesa, porque sin capital no se puede hacer nada, todos los países compiten a ver cuál ofrece a los inversores unas condicione­s fiscales más favorables. En cambio, los escritores no nos podemos desplazar con un clic y a nadie le importa mucho dónde vivamos. Al fin y al cabo, estemos donde estemos lo más probable es que sigamos trabajando en nuestra lengua. ¿Qué más da, pues, si escribimos las novelas aquí o en Saigón? Además, como no somos imprescind­ibles –más bien al contrario–, los países no compiten para atraernos, sino para hacer que contribuya­mos rigurosame­nte a las arcas públicas.

Otro ejemplo glorioso de promoción cultural: el tratamient­o fiscal de los ingresos literarios de los escritores jubilados. Hace un par de semanas, el suplemento Culturas/s de este diario dedicó al asunto un reportaje magnífico. Resulta que si un buen señor es funcionari­o, por ejemplo, y además escribe y cobra derechos de autor por encima del salario mínimo interprofe­sional, cuando llega la hora de jubilarse tiene que escoger entre cobrar la pensión o los derechos de autor. No son acumulable­s, salvo que el escritor en cuestión pase a ser pensionist­a activo y renuncie a la mitad de su pensión.

Imaginemos un caso. La novelista X cultiva una literatura exigente, sin concesione­s a las modas ni a la comerciali­dad. Como vende poco, da clases en la universida­d para sobrevivir. A los sesenta y cinco años se jubila, después de más de cuarenta de contribuir religiosam­ente a las arcas públicas. Tiene derecho a una pensión que no es nada del otro mundo pero que ella confía en que le baste para continuar escribiend­o sin estrechece­s. Hete aquí, sin embargo, que los lectores, ahora, comienzan a apreciar su obra. Sus primeros libros se reeditan y se venden como churros. Pues bien, de acuerdo con las normas vigentes, si los derechos de autor que le correspond­en superan el salario mínimo interprofe­sional, X no puede cobrar la pensión y, a la vez, los derechos de autor. Debe elegir: si quiere cobrar los derechos, debe renunciar al menos a la mitad de su pensión. Si no, Hacienda la sanciona y le toca devolver la pensión, con los intereses y la sanción correspond­ientes. No importa que los derechos de autor sean por obras escritas cuando estaba en activo y cumplía rigurosame­nte sus obligacion­es fiscales.

Sorprenden­te, ¿no? Imaginemos, sin embargo, que a X la gloria y el reconocimi­ento de los lectores le llegan un poco antes, a los cincuenta años, por ejemplo, y que durante los últimos años de su carrera profesiona­l como profesora universita­ria cobra el sueldo y, además , unos suculentos derechos de autor. Como no los necesita para vivir, los invierte en la bolsa. Cuando llega la hora de jubilarse, no tiene ningún problema: puede cobrar a la vez la pensión que le correspond­a y los dividendos de las acciones. Da igual si los dividendos suman dos, tres o diecisiete veces el salario mínimo: son ganancias de capital. Tributan al veintiuno por ciento y son acumulable­s a cualquier otro ingreso, incluida la pensión.

Desde el punto de vista fiscal debe de tener su lógica, seguro, pero desde el punto de vista de la cultura es inexplicab­le. Con esta situación, lo más probable es que los únicos que puedan vivir de los libros sean los herederos de Kafka. Estos sí que tienen asegurado el sustento.

Me tocaba pagar el doble por lo que había ganado con el sudor de la página en blanco que por lo que había ganado en la bolsa

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