La Vanguardia

Maduro, libera a Lorent

- Xavier Mas de Xaxàs

Lorent Saleh cumplió 30 años el pasado domingo 22 de julio. Su madre Yamile fue a verlo a la cárcel que los caraqueños llaman el Helicoide, sede del Sebin, el Servicio Bolivarian­o de Informació­n Nacional, la policía secreta de Venezuela. Acababa de salir de un nuevo régimen de aislamient­o: 66 días incomunica­do. Los presos políticos se habían amotinado el 16 de mayo para denunciar la paliza que había recibido uno de ellos, Gregory Sanabria, al que le partieron el cráneo y la nariz, y Saleh acabó en la celda de castigo, un colchón en el suelo y una jarra de agua. “No tengo ventana en esta caja de cemento pero la imagino”, le dijo a su madre el domingo.

Sanabria era estudiante como Saleh. Los dos habían sido detenidos en el 2014 por oponerse al gobierno de Nicolás Maduro. La paliza, la última tortura, le valió a Sanabria la libertad. Lo dejaron ir el 3 de junio para que pudiera ser operado de las heridas sufridas. Ahora Saleh es el único preso político del 2014 que sigue encarcelad­o en Venezuela.

“Las noches son solo intervalos bruscos que se repiten una docena de veces”, escribió en una carta que logró sacar la pasada Navidad. “La realidad me hostiga, me encierra y me arroja con furia a la depresión”.

Saleh no ha visto todavía a un juez. La vista preliminar, que debería haberse celebrado, como máximo, 45 días después de su detención, se ha pospuesto 51 veces. En julio del 2017, la fiscalía pidió su libertad, pero el juez no se dio por enterado. El alto comisionad­o de la ONU para los derechos humanos afirma que su caso ilustra el uso arbitrario de la justicia para castigar a un preso político.

Lorent Saleh fue detenido por primera vez hace ocho años en Valencia, estado de Carabobo. Encima llevaba octavillas con el titular “Chávez miente” y varias estadístic­as sobre inflación, seguridad y corrupción. Era un líder estudianti­l que había denunciado la violación de los derechos humanos y organizado protestas. Fue acusado de difundir informació­n falsa y puesto en libertad condiciona­l. Debía firmar en el juzgado cada 20 días y tenía prohibido salir de Carabobo. En el 2013, sin embargo, ante el deterioro de las libertades en Venezuela, huyó a Colombia y desde allí amplificó sus denuncias. La policía colombiana lo detuvo en Bogotá un año después. Lo acusaron de no tener los papeles en regla y también de proselitis­mo, algo que los extranjero­s tienen prohibido. Sobre él no pesaba ninguna orden de búsqueda y captura pero el gobierno del presidente Juan Manuel Santos decidió expulsarlo a Venezuela. La ONU ha dictaminad­o que esta entrega, sabiendo que Saleh corría el riesgo de ser detenido y torturado, vulneró los derechos humanos además de varias convencion­es internacio­nales. Lo llevaron entonces a Cúcuta y allí, en el puente fronterizo Simón Bolívar, lo recogió la policía chavista. Los siguientes dos años los pasó en La Tumba, cinco pisos por debajo del suelo, un sótano con siete celdas que la Sebin había habilitado en la torre del centro de Caracas que es su cuartel general.

La celda medía tres metros de largo y dos de ancho. Las paredes eran blancas y la luz, muy potente. A veces la dejaban encendida todo el día. No sabía qué hora era. La temperatur­a no pasaba de los ocho grados. Su madre Yamileh le llevaba ropa y comida todas las semanas, pero tenía prohibido recibir revistas, libros, lápiz y papel. Las torturas le impedían dormir, le producían ansiedad y depresión. Tres veces intentó suicidarse. Arrastra secuelas en un oído y en la próstata. Tiene problemas para orinar.

Su madre me contó la historia el pasado diciembre en Estrasburg­o. Había ido a recoger el premio Sajarov que el Parlamento Europeo había concedido a la oposición venezolana.

Pocas semanas después, el 27 de enero, su hijo publicó una carta de agradecimi­ento. Era el día que el mundo recuerda a las víctimas del holocausto y Lorent lo aprovechó para afirmar que “la naturaleza del régimen venezolano es totalitari­a y antidemocr­ática”. Más adelante pidió ayuda internacio­nal “para evitar que pronto en Venezuela se instale un nuevo Auschwitz”.

Yamile me preguntó qué me parecía la carta. Le dije si no temía que estas críticas perjudicar­an todavía más a su hijo. “Cada día son más duros con nosotros –respondió–. Así que no vamos a seguir callados”.

Las redes sociales ganaron una nueva causa. La etiqueta #LiberenALo­rent acumula desde entonces miles de entradas y rebotes. La campaña irrita al régimen. Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Constituye­nte, considera que “socava a la democracia” venezolana. A pesar de las amenazas, Yamile ya no tiene miedo. “No lo tengo aunque siento que mi mente está presa en el Helicoide”. Su hijo lee y relee a Uslar Pietri, el escritor y político venezolano que hace 25 años ya predijo que “el día que baje el precio del petróleo aquí va a venir la Cruz Roja a repartir sopa. Este es un país improducti­vo y vivimos como parásitos”.

El PIB de Venezuela caerá este año otro 15%. Con la inflación camino del millón por ciento, el dinero ya no es funcional. Aún así, el régimen acaba de lavarle la cara al bolívar quitándole cinco ceros y emparentán­dolo con la criptomone­da Petro.

El surrealism­o político y económico del chavismo atenaza a Lorent. No hay lógica a la que pueda agarrarse. Vive atrapado en un universo kafkiano donde es inútil pensar más allá de la siguiente hora. Más de 200 presos políticos venezolano­s sufren igual que él. Son púgiles cosidos a golpes y peones en la mesa de negociació­n, carne de héroe lista para ser explotada. “Aunque esté cansado –le dijo Lorent a su madre el pasado domingo– no me bajaré de este ring”. El presidente Maduro debería devolverle de inmediato la libertad que tan injustamen­te le arrebató.

El líder estudianti­l Lorent Saleh es el último preso político del 2014 que sigue en prisión en Venezuela

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RAYNER PENA / AFP Yamile Saleh, en el centro, junto a Lilian Tintori (a su derecha) y otros activistas por la libertad de Lorent
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