Jóvenes para otra España
Se acaba de consumar la transición generacional. Los máximos dirigentes de los cinco grandes partidos estatales pertenecen a la generación de españoles que nacieron o dieron sus primeros pasos en democracia. Pedro Sánchez, el mayor de todos, tiene 46 años. Albert Rivera, 38. Alberto Garzón, 32. Pablo Iglesias no cumplirá los 40 hasta el mes de octubre. Y Pablo Casado acaba de conquistar la dirección del PP con 37. Sólo al principio de la transición había dos dirigentes de edad parecida: Adolfo Suárez, que llegó a presidente con 44 años, y Felipe González, que tenía 35 cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas.
Lo importante en esta anotación es que, por primera vez en la historia de la democracia, ninguno de ellos vivió el franquismo. Son personas que no están marcadas por la dictadura, ni como víctimas ni por ningún tipo de colaboración. Esta es, por tanto, la generación del rey Felipe VI, como hubo una generación de Juan Carlos I. Y hay una diferencia tremenda entre ellos y sus padres, físicos o políticos: cuando sus padres tenían su edad, España tenía un proyecto de Estado, que era hacer de este país una democracia. Eso explica que hubiera tanta generosidad en sus dirigentes y que la Constitución tuviera tanto respaldo popular: había un proyecto colectivo y común.
Alcanzada esa meta, España se quedó sin proyecto ilusionante que pueda ser compartido por todos los líderes y sus partidos. En la forma de Estado, hay tantos republicanos como monárquicos, detalle de interés en las circunstancias actuales. En la concepción territorial de España, nadie quiere la independencia de ningún territorio, pero son distintas las sensibilidades ante el derecho a decidir. Parece muy difícil el acuerdo en cuestiones sustanciales como la educación, la inmigración, la religión, el papel social del Estado e incluso los grados de aceptación de la soberanía europea en materia presupuestaria, como se vio ayer en el Congreso de los Diputados. Y los medios informativos estimulan las diferencias, en vez de resaltar los puntos en común como hicieron en la transición.
Hoy, si viniera una crisis como la de los años setenta, sería mucho más difícil intentar los pactos de la Moncloa. La reforma de la Constitución con el mismo consenso, tan invocada, ni se intenta. La nueva generación que llega al poder tiene todo el derecho y quizá el deber de intentar construir otra España, pero le falta el modelo aceptado por todos, al menos por la mayoría, y le sobran intereses de partido, tentaciones adanistas, prisas de jóvenes impulsivos, algo de supremacismo y exceso de revisionismo del pasado, en principio poco compatible con su propia experiencia histórica.
Quizá esas circunstancias sean las que están haciendo tan difícil este momento en que el Gobierno parece que se cae todos los días, la mayoría que sostiene a Sánchez no encuentra el vínculo que le dé solidez, la derecha necesita hacerse la dura para acelerar esa caída, los nacionalismos sólo quieren hablar de lo suyo y la izquierda más contundente quiere precipitar el cambio de régimen.