El bloqueo
Un Estado es un sistema jurídico que se expresa en normas y se encarna en instituciones. Estas normas conforman un plan vinculante de convivencia en la justicia. Lo que obliga a plantarse una cuestión fundamental: ¿qué es justo? Para responder a esta pregunta, hay que comenzar afirmando que los derechos humanos constituyen un prius –una realidad anterior a lo jurídico– que la ley ha de limitarse a reconocer y a proteger. Pero, dejando al margen los derechos humanos, la definición de lo que es justo viene impuesta en cada caso por el único principio ético de validez universal no metafísico, que es el que proclama que el interés general ha de prevalecer sobre el interés particular. Y, desde esta perspectiva, justo es en cada momento y circunstancia lo que cada sociedad considera ajustado a lo conveniente; lo que, en un Estado de derecho, se expresa en disposiciones jurídicas de carácter general que son las leyes democráticamente aprobadas.
De lo dicho se desprende que todo ordenamiento jurídico tiene el fundamento de su fuerza obligatoria en la voluntad social dominante que lo impone a toda la comunidad. Por tanto, para que esta vinculación sea posible y operativa, es necesario que el ordenamiento jurídico sea aceptado como tal –es decir, como obligatorio– por una amplia mayoría de la sociedad a la que ha de ser aplicado. Al final, el derecho no tiene más fuerza coercitiva –en un Estado democrático– que la que le proporciona la adhesión a sus mandatos por la mayoría de los ciudadanos que a él están sometidos. De lo que se desprenden dos consecuencias de capital importancia. Primera: que una vez que una ley ha sido aprobada democráticamente, su modificación o su derogación han de sujetarse necesariamente a los procedimientos establecidos por la propia ley para ello, sin que quepan atajos o elusiones; así lo exige el principio de legalidad. Segunda: que, dado que no hay nada que sea para siempre, puede suceder que, posteriormente a la aprobación democrática de una ley, una parte significativa de los ciudadanos sometidos a ella pasen a sostener, de manera continuada y pacífica, la necesidad de cambiar aquella norma sin que puedan hacerlo por los procedimientos legales; en este caso, el principio democrático exige dialogar con los disidentes con el fin de buscar un acuerdo que ponga fin al conflicto político planteado.
Así las cosas, hay que tener muy claro lo que puede y lo que no puede hacerse. En primer lugar, no puede usarse el principio de legalidad como un arma arrojadiza, y proclamar que la ley sólo se puede cambiar observando a rajatabla los procedimientos legales interpretados restrictivamente, con lo que se excluye no sólo la negociación y el pacto políticos, sino también una interpretación finalista e integradora de la norma. Y, en segundo término, es tan o más grave hacer tabla rasa de la ley vigente, interpretando el principio democrático como una patente de corso para subvertir el orden constitucional. A fin de cuentas, una constitución es un pacto jurídico –un contrato social–, y la validez y el cumplimiento de un contrato no puede dejarse al arbitrio de una de las partes contratantes.
Aplicando estas elementales ideas al contencioso
Los sectores radicales de ambas partes están enrocados en posiciones insostenibles a medio y largo plazo
catalán, se percibe claramente que está bloqueado por el enroque de los sectores radicales de ambas partes, enfrentados en unas posiciones que son insostenibles a medio y largo plazo. Quienes se amparan en el principio de legalidad y utilizan las instituciones jurídicas como burladero, olvidan que el único fundamento del carácter vinculante de un ordenamiento jurídico y, por ende, del poder coercitivo del Estado, se halla en la voluntaria aceptación de su obligatoriedad –y de la coerción precisa para imponerlo– por una muy amplia mayoría de los ciudadanos sometidos a él; por lo que resulta ilusorio construir un futuro de paz, seguridad y progreso si una minoría significativa de ciudadanos se niegan de forma sostenida a someterse a la ley en términos de frontal desacato.
De igual forma, los que por sí y ante sí deciden unilateralmente la ruptura del contrato social originario que es el pacto constitucional, e intentan amparar el desatino de su opción con la falacia de que la vieja ley es sustituida por la nueva sin solución de continuidad, olvidan que el quebrantamiento de la ley que conlleva el desafío al Estado en su conjunto sólo puede acometerse con éxito como resultado de una victoria militar en una guerra a campo abierto o terrorista (otra forma de guerra), o como consecuencia de una revolución triunfante.
La conclusión es obvia. No puede prescindirse de casi la mitad de ciudadanos catalanes que ya han mostrado su formal desobediencia al Estado como sistema jurídico. Y de igual modo, estos ciudadanos catalanes no pueden obviar la realidad de que el Estado al que rechazan no es una entelequia, sino un Estado democrático reconocido como tal que no ha sido ni derrotado ni destruido. De lo que se desprende que el bloqueo es fruto de una doble impotencia, y que esta sólo podrá superarse hablando y transigiendo.