La Vanguardia

Misa de batalla

- Antoni Puigverd

Este verano no podré asistir a los conciertos de Torroella de Montgrí, mi festival favorito. No es una joya comprada a golpe de talonario. Es una exótica flor silvestre. Nació por iniciativa de unos melómanos locales, capitanead­os por Josep Lloret y Albert Bou. Sabemos que la alta cultura es un pretexto para la socializac­ión de las élites (y de los que aspiran a formar parte de ellas). Pero el público de Torroella es una mezcla deliciosa de menestrale­s del Empordà, barcelones­es con casa en la famosa comarca y turistas de la Costa Brava. Años atrás, también podían coincidir, con una cordialida­d que tal vez hoy no sería posible, intelectua­les como Félix de Azúa, Vicenç Pagès y el añorado Ernest Lluch. En una de sus ediciones, se estrenó una composició­n de Eduardo Rincón sobre unos poemas de Juan Luis Panero, quien, por razones familiares, residía en la población, llevando una vida discreta y reposada, que contrastab­a con sus versos, escritos con martillo sobre la piedra de tantas ruinas.

La programaci­ón de Torroella es ecléctica: este año se impone Beethoven, pero también, entre otros, Bach,

Se arrogan no sólo el derecho a ofender sino también el derecho a ofenderse

Brahms, Rodrigo, Dvorák, Shostakóvi­ch e, incluso, una insólita fusión de cante jondo y viola de gamba. Lo que no puede faltar en Torroella es el concierto de música antigua dedicado a Ernest Lluch, que acostumbra a rescatar una pieza de un compositor catalán, desconocid­a del gran público. Este año se recupera la Missa de batalla de Joan Cererols, maestro de Montserrat en época barroca, la mayor parte de cuyas composicio­nes se perdieron en el incendio de la abadía durante la guerra del francés. La interpreta­ción correrá a cargo de un coro británico de nombre inquietant­e: Tenebrae, que interpreta­rá también un Officium defunctoru­m de Tomás Luis de Victoria, el gran renacentis­ta español, que competía en severidad melódica con Giovanni Pierluigi da Palestrina, de quien segurament­e fue discípulo en Roma. Este concierto habría complacido a Ernest. Además de ser un fiel asistente a los conciertos, Lluch, que visitaba los archivos de muchas ciudades europeas consultand­o documentos de historia económica, aprovechab­a la ocasión para buscar partituras de autores catalanes. Más de una encontró de alto valor musicológi­co. La curiosidad de Lluch era infinita. Espero con impacienci­a su biografía, escrita por Joan Esculies, premio Gaziel, que publicará RBA en noviembre.

En el 2001, meses después de su asesinato, tuve el honor de pronunciar el pregón inaugural de la pequeña plaza que Torroella le dedicó. A mi lado, me escuchaba, ceñudo, el conseller de Cultura de aquel momento (último mandato de Pujol). Ofendido por la defensa que yo hice de la libertad con que Lluch sobrevolab­a el gregarismo nacional, aquel conseller no quiso ni tan siquiera saludarme. Hace ya años que, en Catalunya, algunos, no precisamen­te lejos de estructura­s de poder, se arrogan en exclusiva no sólo el derecho a ofender sino también el derecho a ofenderse.

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