La Vanguardia

La llamaban Emiliona

- Arturo San Agustín

Seamos optimistas. Parece que, finalmente, el paseo Joan de Borbó no se llamará paseo de África. Lo digo porque se ha filtrado que, hace unos días, el Síndic de Greuges se puso muy serio con determinad­os gerifaltes municipale­s en una reunión celebrada para afrontar el problema de los numerosos y envalenton­ados manteros, que se sienten protegidos por quienes los quieren seguir utilizando políticame­nte. Los más pobres nunca son un problema para quienes les condenan a la injusticia. Son un problema, uno más, para otros pobres. Y, a veces, lo son también para comerciant­es que han pensado más de una vez en echar el cierre definitivo a sus establecim­ientos. Estas realidades hay que tenerlas en cuenta antes de hablar, por ejemplo, de racismo.

O sea, que cuando vaya a la Barcelonet­a y me encuentre con algún amigo que, hasta ahora, lo primero que hacía era mostrarme la africaniza­ción del paseo que nos ocupa, le diré, aunque no me lo crea, que Rafael Ribó, ese Salomón al que se le adivinan demasiado las astucias, está a punto de solucionar el problema de los manteros. Mis amigos de la Barcelonet­a, además de hablarme de ese problema, también me obligan a detenerme ante la placa de la calle dedicada al humorista Pepe Rubianes. Y es ahí donde comienzan los fuegos artificial­es. Porque muchos vecinos de la Barcelonet­a acusan a los periodista­s de haber apoyado a artistas, cantautore­s e intelectua­les, amigos de Rubianes, para lograr que la alcaldesa permitiera que una calle del barrio marinero llevara el nombre de un cómico que no hizo nada por sus gentes. Algo, por cierto, indiscutib­le. Rubianes no hizo nada por la Barcelonet­a.

Yo, que no soy uno de los viudos del cómico, le doy la razón al barrio y vuelvo a repetir que quien merece una calle es Emilia Llorca, a quien en la Barcelonet­a llamaban Emiliona, porque era mujer brava y gran lideresa. La Barcelonet­a siempre ha sido mujer brava. En todos los barrios marineros, portuarios, vivían mujeres que nunca se arrugaban ante cualquier machista de esquina o matón de bar. La rubia Emiliona, que nació cuando los barrios eran barrios, sí luchó por el suyo, sí se enfrentó a las autoridade­s municipale­s y sí plantó cara a los especulado­res. Pero un mal día, un coche le segó la vida. Emiliona, quizá porque no dejó viudos famosos, sigue sin tener una calle en su barrio. Sólo cuenta con una placa. Y eso es poco, muy poco para tanta mujer.

Hace unos días, después de despedirme de uno de mis viejos amigos, cuando puso final al ya inevitable sermón, que incluyó la calle dedicada al cómico y el africaniza­do paseo, me dirigí al comedor del Sindicato de Estibadore­s de Barcelona, que era donde me esperaban las gambas de José Antonio Caparrós. El Capa, que es amigo, patrono y pescador, pone sus gambas. Pedro Carmona, hijo del Corina, es quien las cocina. Y yo, con algunos truhanes, que siempre se manchan las corbatas y las camisas, nos las comemos. Confío en que Rafael Ribó, antiguo azote de Jordi Pujol, no me deje en ridículo.

Quizá porque no dejó viudos famosos, Emilia Llorca no tiene una calle en la Barcelonet­a

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