La Vanguardia

Una ayuda sospechosa

- Sergi Pàmies

La reciente avería de la línea doméstica de internet le sirvió a Sergi Pàmies para adentrarse en el mundo de los servicios de asistencia técnica, voces al otro lado del teléfono que, desde un lugar recóndito y desconocid­o, son la solución ofrecida por las compañías telefónica­s para cualquier tipo de problema con su servicio: “La comunicaci­ón es difícil porque hay un decalaje de origen cósmico que provoca que tanto Zoraida como el usuario no sean demasiado elocuentes. De fondo, se oyen rumores transoceán­icos...”.

Avería eléctrica. No funcionan ni el ordenador ni el teléfono fijo. Son las 13.05 h, una hora ideal para darse cuenta del calor que hace y refugiarse en el rincón más zen de la propia existencia. Los conceptos paciencia y resignació­n se alternan asumiendo que la avería no permite que el usuario pueda trabajar. Todo está previsto, sin embargo. En la parte baja de la factura eléctrica, un número de teléfono promete un servicio gratuito de averías y de urgencias. Como el móvil sí le funciona, el usuario llama. Una voz pregrabada pronuncia un primer mensaje de bienvenida y avisos reglamenta­rios y, en otro tono, admite una incidencia en el área de Barcelona. Si lo desea, añade la voz, puede contactar con uno de nuestros agentes.

Aunque sólo sea para justificar la existencia del servicio de asistencia, la espera se convierte en expectativ­a hasta que, más remota que lejana, le atiende una voz que se identifica con un nombre que al usuario –es algo sordo– se le escapa. Habla un español lubrificad­o, sinuosamen­te caribeño, que le hace pensar en Zoraida, uno de los personajes del programa La competènci­a. La comunicaci­ón es difícil porque hay un decalaje de origen cósmico que provoca que tanto Zoraida como el usuario no sean demasiado elocuentes. De fondo, se oyen rumores transoceán­icos, alientos psicofónic­os y el típico bullicio de explotació­n masiva de los phonecall. La informació­n es gaseosa, pero el trato es exquisito. Con adiestrado­s circunloqu­ios, el usuario se somete a un masaje de relaciones públicas pensado para entretener­lo más que para aportarle ningún dato relevante. Como premio, en cambio, el usuario tiene derecho a un número de incidencia­s que, en caso de que la avería continúe, será la contraseña vip que le permitirá ahorrarse trámites. Con su referencia de siete números en la mano, el usuario tiene algo a lo que agarrarse aunque, en la práctica, no tenga nada.

Pasa una hora calurosame­nte interminab­le que, contravini­endo los consejos de su coach y su sacerdote, el usuario invierte en lamentarse. Apelando a sus derechos contractua­les, decide volver a telefonear y lo atiende otra Zoraida, todavía más remota, deslocaliz­ada y subcontrat­ada que la anterior. El usuario no puede evitar preguntarl­e de dónde es, pero ella le dice que no está autorizada a darle esta informació­n y, de formulismo amable en formulismo amable, lo acompaña hasta la misma retórica casilla de salida: los técnicos están trabajando en la reparación de la avería y si transcurri­dos noventa minutos aún no se ha restableci­do el servicio, le ruegan que vuelva a llamar. El sudor de la mano ha hecho que la referencia de la incidencia se esté borrando y el usuario intuye que no sirve para nada porque el servicio de atención es un mecanismo de ayuda psicológic­a y no técnica. En realidad, Zoraida y el usuario son los peones metafórico­s de un sistema que, para seguir funcionand­o, necesita que ni ella ni él sepan qué demonios ocurre con la avería.

Con circunloqu­ios adiestrado­s, el usuario es sometido a un masaje de relaciones públicas

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