La Vanguardia

La manzana del billón de dólares

- Xavier Mas de Xaxàs

El valor de mercado de la compañía Apple ha superado el billón de dólares y la noticia ha dado la vuelta al mundo como una de las definicion­es más precisas de la sociedad contemporá­nea. Hace 21 años, Apple bordeaba la banca rota y hoy, convertida en la manzana del paraíso, vale una cifra difícil de entender. El iMac, el iPad y el iPhone han reescrito la función social del hombre, su relación con la tecnología, su ambición a formar parte de un mundo mejor, aunque sea una ilusión.

Así se explica que el iPhone haya vendido 1.400 millones de unidades desde que se puso a la venta en el 2007.

Las noticias han alabado la fuerza comercial de esta empresa, la calidad tecnológic­a de sus productos, el cuidado diseño, su posición de fuerza en todo el mundo. Lo mismo dirían de Samsung, su principal competidor, si esta empresa coreana hubiera roto la barrera del billón de dólares.

Cuando lo hagan Amazon, Google y Microsoft, segurament­e se dirá que un siglo después del fin de la hegemonía europea y ahora que la pax americana también es historia, la superviven­cia de Occcidente depende de las corporacio­nes de Silicon Valley, zona geográfica en la costa central de California que en la era pre tecnológic­a se conocía como valle de San José.

Que Apple valga un billón tiene una explicació­n económica, es decir, física, y una lección metafísica.

La explicació­n económica parece lógica, está blindada por datos irrefutabl­es. Por ejemplo, que la concentrac­ión empresaria­l dispara los beneficios y esto es, precisamen­te, lo que a su vez dispara las bolsas. Apple vale un billón de dólares en el noveno año de un ciclo alcista en los mercados financiero­s, el segundo más largo después del que terminó en el 2000.

Si vale tanto es también porque las empresas cada día son más grandes. Apenas 30 corporacio­nes generan hoy la mitad de los beneficios que producen las cientos de compañías que cotizan en los mercados estadounid­enses. En el año 1975 eran 109.

Las empresas de Silicon Valley, para regocijo de Donald Trump, tiran de la economía norteameri­cana a una velocidad no vista desde hace una década.

Nunca en los últimos 50 años había habido una diferencia tan grande entre lo que cuesta fabricar un producto y su precio de venta. Añada usted que Apple y Google controlan el 99% del software que hace funcionar los teléfonos móviles o que Facebook y Apple se llevan el 59% de todo el dinero invertido en publicidad online en Estados Unidos. El negocio es redondo.

Los gigantes empresaria­les utilizan su dominio para comprar otras empresas. Así consolidan el sector, obtienen más beneficios, reparten dividendos, aumentan su valor de mercado y, en definitiva, generan más dinero, motor de una dinámica de futuro a la que todo el mundo se apunta. Los bancos, las líneas aéreas, las empresas químicas y de telecomuni­caciones, todas se consolidan y juntas nos enseñan que la vida es una cifra, un precio de compravent­a.

La consolidac­ión de empresas, según algunos economista­s, aumenta la desigualda­d. La riqueza se concentra en menos manos y se distribuye peor. Los trabajador­es ven como sus salarios no aumentan al ritmo que lo hacen los beneficios de las empresas. En un sector consolidad­o es más difícil que los sueldos aumenten porque el trabajador tiene menos opciones para cambiar de patrón. La clase media se estanca y consecuenc­ia de ello es que desde los años noventa lo que cobramos por trabajar representa una parte menor de la riqueza de un país.

Este panorama abre un espacio a los políticos que consideran que el libre mercado, la libre competenci­a, debe regularse. La UE, en este sentido, ha impuesto a Google una multa récord de 5.000 millones de euros porque, abusando de su posición de mercado, obliga a los fabricante­s de móviles a incorporar sus aplicacion­es. La multa está recurrida y Google aduce que sus aplicacion­es funcionan, que son útiles y que, en todo caso, el usuario siempre tiene la opción de no utilizarla­s.

Pero vivimos rodeados de populismos, tanto de izquierdas como de derechas, y los gigantes tecnológic­os están en el punto de mira de gobernante­s y legislador­es. Presionada por ellos, Facebook, por ejemplo, ha tenido que invertir más de lo previsto en reforzar la privacidad de los usuarios y en un sólo día ha perdido un 19% de su valor.

La exaltación de Apple me cogió leyendo el último ensayo de Rob Riemen, titulado Para combatir esta era (Taurus). El ensayista holandés se queja de que “nos hemos enamorado de los datos”, que “el único valor que reconocemo­s es el económico” y que “a todo se le impone la obligación de ser útil”.

Está claro que nadie pagaría por un iPhone inútil, pero a Riemen le gustaría, al menos, que invirtiéra­mos menos en bienes de consumo y más en bienes que nos enseñen “a leer la vida”.

La lección metafísica al billón de dólares de Apple es que, como dice Riemen, viviríamos mejor si dejáramos de mirar el mundo bajo el prisma de la utilidad económica. Si no lo hacemos –y la mayoría no lo hacemos, ciertament­e nuestros gobiernos no lo hacen– acabaremos siendo un número, “y los números –como dice Riemen–nunca son lo suficiente­mente grandes”. Un número grande es mejor que uno pequeño, y mientras esta lógica no cambie la economía seguirá creciendo ajena a las consecuenc­ias sociales de este progreso.

Una sociedad condenada a crecer siempre pierde de vista los valores que le enseñan a ser sabia.

Una sociedad condenada a crecer siempre pierde de vista los valores que enseñan a leer la vida

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FRANCIS MASCARENHA­S / REUTERS El dios iPhone decora las calles de Bombay, y lo mismo hace en tantas otras ciudades del mundo entero
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