Elogio de Gandia
Cuando el incendio destruye un paisaje conocido, además de devastar la naturaleza, le quema a uno las entrañas. Me pasó el otro día, viendo en llamas los bosques de Llutxent, en el Valle de Albaida, una de las comarcas más bellas de la Comunidad Valenciana. El incendio calcinó una parte de los bosques de Gandia. Se da el caso de que hace unas tres semanas yo estaba en esta ciudad, participando en su Universidad de Verano.
Gandia ha crecido muchísimo. La zona del Grau y la playa pueden reunir más de 200.000 veraneantes. La ciudad histórica, que ya alcanza 80.000 habitantes, creció en torno al Ducado de Gandia, cuya corte frecuentaron los grandes clásicos valencianos: Ausiàs Marc, Roís de Corella, Joanot Martorell. El ducado pasó enseguida a la famosa familia Borja, que consiguió promover al papado a dos de sus miembros. Intrusos en el poder global de su tiempo: de ahí la leyenda. César Borgia, hijo del papa Alejandro VI, fue el primer visionario de la unidad italiana (guerreó siguiendo su lema, “O césar o nada”, y acabó en nada). La familia dio, sin embargo, un santo: Francisco de Borja, bisnieto de un papa y del rey Fernando el Católico.
Expulsado de Gandia por el ejército de las Germanías que luchaban por “un reino sin caballeros”, Francisco creció cerca de la corte real, ayudó a morir al joven poeta Garcilaso, con quien había participado
Intrusos en el poder global de su tiempo: de ahí la leyenda de la familia Borja
en las guerras del emperador Carlos en Francia, y fue designado lugarteniente de Catalunya. Pero lo que marcó su vida fue un ataúd.
Tuvo que acompañar, de Toledo hasta Granada, el cuerpo de María de Portugal, esposa del emperador, fallecida en un parto. Antes de entregar el ataúd a los enterradores, Francisco de Borja tuvo que abrirlo, para asegurarse de que entregaba el cadáver de la emperatriz. Había sido una mujer bella: el pintor Tiziano dejó constancia de ello. Pero, debido a los calurosos días de viaje, estaba en franca descomposición. Fue entonces, según se dice, que Francisco de Borja pronunció una frase digna de una película del Hollywood clásico: “Juro no más servir a señor que se me pueda morir”. Y, efectivamente, cuando su esposa murió, ingresó en los jesuitas, orden recién fundada que encarnó el rigor de la contrarreforma.
Indiferente a la desabrochada fama televisiva de los últimos años, Gandia preserva la memoria del santo en el palacio Ducal, en el que coincidí, por cierto, con un guía muy culto. También visité la Casa de la Marquesa, en el sombreado paseo de las Germanías, donde se programan conciertos de jazz en un jardín ubérrimo; y donde se mostraban unos deliciosos Sorolla de juventud. En la librería Ambra, muy bien surtida en las dos lenguas, compré un libro que me ha entusiasmado y del que les hablaré próximamente. Paseando o tomando pecaminosas horchatas, oí hablar con gran normalidad el valenciano. Un atardecer, me alejé un poco de la ciudad para admirar el circo de montañas que la rodea, de espesa vegetación. Confío en que parte del verde que contemplé se haya salvado.