Hasta diez años de cárcel para los que exploten a los vendedores
El punto álgido son los alrededores de la torre Eiffel. Cinco llaveros torre por un euro convencen al turista. En los oficiales sólo te dan tres. “Hasta las tres de la tarde hay un furgón policial y trabajo –dice un vendedor oficial– pero en cuanto se marchan, el mercado es para los ambulantes”. El adjunto a comercio y turismo del distrito, el XVI, tiene claro que “hay que ir al origen, la red que controla clandestinos y les provee de sus torres”. Y un policía corrobora: “Hay dos sufridores, el vecino desposeído de su barrio y el vendedor, pobre y explotado. El turista que se regocija por llevarse unas torres de pacotilla por monedas sostiene el tinglado”.
El negocio comienza en la salida del metro, donde el responsable de un stand que paga impuestos señala a decenas de clandestinos que venden lo mismo más barato. Y no son sólo llaveros: en los alrededores de la torre se puede comprar de todo. En julio del 2017 una batida policial forzó a los ambulantes a huir. Se refugiaron en las vías, lo que obligó a suspender el servicio y afectó, según los responsables, “a más de cien mil viajeros, bloqueados o sometidos a enormes demoras”.
Biffin era, popularmente, soldado. Hoy define al ropavejero, tan clandestino como el vendeur
à la sauvette o ambulante. Y ambos, presencias cotidianas, aunque reprimidas, en distritos del norte y sudeste de París. Es un mundo con diferentes niveles delictivos. En el penal están los trileros. Su delito es menos grave que el que persiste en barrios como Stalingrad o la Goutte d’Or: vendedores de tabaco de contrabando y camellos. El otro sector puede integrar puestos de fruta de pakistaníes. Hervé Pierre, comisario honorario y autor de Pequeños tráficos y grandes consecuencias, detecta tráficos en todo París, “desde la venta de drogas y tabaco de contrabando hasta torres Eiffel y falsificaciones”. Y tasa, “en Francia, esa economía criminal, en 20.000 millones de euros”.
Junto al mercado de Beauveau se instalan cada día 20 ropavejeros con tenderetes que obstaculizan la entrada al edificio y exasperan a los puesteros oficiales. “Llamamos al Ayuntamiento y la policía. En un pispás están aquí. Los biffins parten... y diez minutos más tarde regresan”. Una agencia bancaria contrató un guardián con perro para impedir que bloquearan los cajeros. En el distrito XII desarrollaron una estrategia conjunta de policía y servicios de limpieza, con rondas diarias, multas y decomisos. Pero
Le Parisien escribía en febrero: “A los 15 minutos reaparecen los
biffins con sus enormes bolsas a la espalda”.
Los periodistas también denuncian “mercados clandestinos de la miseria en todo el nordeste parisino”. El Ayuntamiento trata de reconquistar el espacio público, pero sólo consigue desplazarlos unos metros. El distrito XVIII estableció un “espacio de los biffins” con 200 puestos de ambulantes acreditados. Pero nuevos clandestinos ensanchan el perímetro.
En Saint Ouen, límite nordeste, sector en el que campaban hasta 4.000 clandestinos, la policía y el Ayuntamiento montaron su espacio reglamentado, como en torno a los encantes de la puerta de Vanves, sudoeste de París. En Montreuil, los autorizados fir-
man un compromiso de no vender objetos robados ni falsificados. El colectivo dice que habría que “distinguir al ambulante del ropavejero, que al recuperar productos contribuye al reciclado”.
Pero los vecinos del barrio Château-Rouge (distrito XVIII) hablan de triángulo maldito, entre las calles Dejean, Poulet y Des Poissonniers, ocupado por ambulantes clandestinos. Algo más lejos la situación se reproduce en el bulevar Barbès, bajo el metro aéreo del bulevar de La Chapelle o Puerta de Montmartre, donde han contado hasta 800 ambulantes, a los que la policía del distrito ha secuestrado unos 600 kilos de mercancías los últimos meses. “Al día siguiente han renovado el stock –explica un policía–. Esto está demasiado organizado y lo controla, con mano de hierro, un grupo muy estructurado”. Se advierte en cómo despliegan ropa y complementos falsificados.
Policías franceses aconsejan reprimir a compradores, como se hace ya con quienes son detenidos en aeropuertos y estaciones internacionales de tren con relojes o ropa falsificados. “El grueso de las ventas de relojes, tabaco de contrabando y ropa falsificada tienen por clientes a gente de clase media y a turistas. La represión debería comenzar por ellos”.
La potencia del negocio la demuestra, por la noche, la cantidad de cartones, sacos plásticos y papeles, que constituyen otro efecto colateral. Una enmienda del 2010 a la ley de contravención aplicada a los ambulantes convirtió su delito en “falta castigada con seis meses de prisión y hasta 3.750 euros de multa”. Pena con agravantes si “la venta es cometida en banda organizada o de forma agresiva”. Y a quienes explotan a vendedores pueden caerles diez años de cárcel.
Pero el propio alcalde del distrito XV que promovió la ley dice ahora que “la policía se contenta con expulsar vendedores y con batidas mediáticas, en lugar de llevar a término un acoso cotidiano”. /