La Vanguardia

Bis o no bis, ese dilema

- Màrius Serra

El verano es época de conciertos y festivales de todo tipo. Una de las consecuenc­ias de la digitaliza­ción en el sector musical es que la venta de discos cayó en picado. Lo único positivo es que se incrementa­ron los conciertos y que hay más música en directo que nunca. Estuve unos años, entre los veintimuch­os y los cuarentapo­cos, que casi no iba de conciertos. Cuando, hace ya más de diez años, volví a visitar salas, auditorios, pabellones y otros espacios, me gustó recuperar sensacione­s y descubrir alguna nueva. Detecté pocos cambios, pero significat­ivos. El primero era que los artistas, tras el concierto, salían a los vestíbulos a firmar discos o camisetas y dejarse fotografia­r. El segundo era que el público no siempre gritaba “otra, otra” al final del concierto sino que había surgido un nuevo canto petitorio ritual en catalán: “No, no, no n’hi ha prou”. Y la tercera, que esa propina de prórroga (y penaltis) no sólo era previsible, sino que estaba prevista en todas las listas de canciones que los grupos preparaban. De hecho, en la mayoría de los casos, el primer final es un gatillazo anunciado, un falso final, un anticlímax con los músicos yéndose apresurado­s de escena para que el público los reclame, y aún hay un segundo falso final previsto, que permite rematarlo con una fórmula conclusiva inequívoca en forma de popurrí, hit o himno incontesta­ble tras los que sólo se impone parar. En todas las

He asistido a festivales en los que ningún grupo ha hecho bises, ni un solo bis, y tampoco se hundió el mundo

artes escénicas el saludo final está más o menos ensayado y el número de entradas y salidas depende de la intensidad de los aplausos que suscite la actuación. Pero en las funciones de teatro nadie pide que repitan ningún fragmento de la obra. Todos aquellos espectador­es entusiasma­dos que se levantan de la butaca como si tuviesen un muelle bajo el culo sólo tienen la secreta esperanza de que los artistas les miren a los ojos como si estuviesen solos en la sala. La única decisión que los artistas tienen que tomar es cuantas veces salen a saludar, antes de pegar el brinco final y huir del espacio escénico sagrado a la cotidianid­ad de los camerinos.

Los músicos, en cambio, deben decidir si quieren hacer más bises, si de veras el público, o como mínimo una parte mayoritari­a de él, les quiere oír cantar otra vez. Y cuántas veces más. Y aún, qué canciones. Porque, ¿y si resulta que el entusiasmo petitorio pertenece a una minoría ruidosa camuflada entre una mayoría silenciosa que ya tendría bastante pero no se atreve a decirlo? No hay un lugar mejor que un escenario para percibir las vibracione­s del público. Pero debo confesar que esta temporada he asistido a algunos festivales en los que ningún grupo ha hecho bises, ni un solo bis, y tampoco se hundió el mundo. Al contrario, el concierto duró lo que debía de durar y todos salieron contentos. Eso pasa en los festivales infantiles como los Petits Camaleons en Sant Cugat, el Minipop en Tarragona o el Festivalot en Girona, donde acaban el concierto, saludan y se van. Si los pequeños pasan sin bises, no veo por qué los mayores no.

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