Gasto fiscal
Si aceptamos que el destino de los impuestos es sufragar el importe del gasto, coincidirán conmigo en que, antes de afrontar su redistribución, hay que centrarse en su gestión. Sin embargo, la acción política no parece regirse por aquello de lo de un “ordenado padre de familia”, sino por un grotesco clientelismo fiscal. Por ello, la mayoría de los políticos focalizan sus políticas en los ingresos y, muy pocos, en el gasto. Poco parece importar su gestión y si su cuantía es asumible y sostenible. Nada tampoco contribuye a ello que vivamos conscientemente inconscientes, esto es, que desconozcamos el verdadero esfuerzo fiscal que cada uno de nosotros estamos realmente asumiendo. Nos quejamos de lo que pagamos directamente, para entendernos, del IBI, de la plusvalía municipal, o del impuesto sobre sucesiones, pero no de la ingente cantidad de impuestos que, debidamente troceados, y a través de intermediarios, pasan desapercibidos frente a nuestros ojos.
Por ello, lo prioritario no es subir o bajar impuestos, sino algo más elemental: priorizar el gasto. Esto quiere decir que bajo la premisa de la austeridad, hay que eliminar lo superfluo y lo innecesario así como evitar las duplicidades. Priorizar es también centrar el esfuerzo en su control por parte del Parlamento y en el de sus desviaciones presupuestarias, que aunque pasen desapercibidas y sorprendentemente carezcan de consecuencias, no son menores. Priorizar es igualmente evaluar y cuantificar la eficacia de la desorbitante cifra de ingresos que se dejan de recaudar en concepto de ayudas,
Lo prioritario no es subir o bajar impuestos, sino algo más elemental: priorizar el gasto
prestaciones, incentivos, reducciones, exenciones, bonificaciones, regímenes especiales y un largo etcétera. Es pues necesario evaluar las políticas públicas y priorizar todo aquello que permita obtener mayores recursos por una vía distinta a la de aumentar los impuestos. Es por tanto imprescindible una política de ejemplaridad en la austeridad, la eficiencia y la eficacia. En definitiva, e igual que se incide en el fraude en los ingresos, hay que incidir también en el fraude en el gasto, esto es, en la asignación ineficiente e irresponsable de recursos públicos. Todo céntimo de euro que por tal motivo se cobra de más al ciudadano, es un fraude al mismo. De ahí la importancia de una necesaria política de transparencia basada en tal ejemplaridad. Y todo, claro está, sin olvidar la imperiosa necesidad de luchar contra el fraude fiscal, esto es, contra la ocultación intencionada de ingresos a la hacienda pública.
Finalizada esta tarea es cuando hay que hincar el diente a la necesidad de mayores ingresos, al diseño del sistema tributario, a los problemas que su aplicación plantea, y a replantear cómo redistribuir el gasto público entre los ciudadanos en un modelo de sociedad en el que el Estado presta cada vez más servicios “individualizables” a quienes los utilizan, cuestión que tampoco es menor. Pero antes, prioricemos el gasto.