La Vanguardia

La selfie de Goethe

- Antoni Puigverd

Si yo no viajo, no es porque en verano, además de calor y aglomeraci­ones, hay que soportar las huelgas de Ryanair y los retrasos de Vueling, sino porque no tengo ni el talento ni las posibilida­des de los Goethe. Johann Caspar von Goethe hizo en 1740 un viaje a Italia. Su hijo, el escritor Johann Wolfgang, estudió varias lenguas, pero con especial ilusión el italiano, pues ardía en deseos de imitar al padre y conocer “la tierra donde florecen los limones”. Partió en septiembre de 1786 y pasó allí un año entero. Lo explicó más tarde en Viaje a Italia, un dietario que daba forma a lo que, cuando leemos Pla, Durrell o Azorín, llamamos literatura de viaje.

El turista estándar necesita festivales, espectácul­os, follón. Goethe lo identifica­ría con “el hombre simple que sólo está satisfecho cuando pasa algo”. Nuestro escritor, en cambio, “encontraba placer en la reflexión” sobre lo que observaba. Las etapas del viaje responden no a la fama de un lugar, sino a lecturas previas de arte o ciencias. Goethe dedica mucho tiempo, por ejemplo, a visitar las villas que diseñó Andrea Palladio en Vicenza; pero en Florencia

Es entonces cuando escribe la frase que, de haber tenido un smartphone, quizás no habría pensado

apenas está tres horas: tiene prisa por conocer Roma. Si, en general, nuestros viajes son un catálogo de tópicos que colecciona­mos con ávidas fotografía­s, el viaje de Goethe responde a un guión: estudiar la geología, la botánica y el clasicismo italianos. Un guión que no excluye una mirada reflexiva sobre las costumbres, el paisaje, la higiene, la comida, las fiestas y las formas de vida que va observando.

Uno de los momentos más sutiles del viaje está en el segundo capítulo. Ha partido de Karlsbad y Baviera a principios de septiembre y, en línea vertical, subiendo y bajando los Alpes, ya nevados, pasa por Innsbruck, Bolzano y Trento, con la intención de llegar a Verona y torcer hacia levante, hacia Venecia. En el pueblo Rovereto tiene por vez primera la impresión de que ya sólo se habla italiano (en Trento todavía le atendían en alemán) y experiment­a un escozor íntimo de todos conocido: intentar que una lengua aprendida con la gramática tenga vida real. Ya se siente plenamente en Italia, no sólo por la lengua, también por los higos blancos, que sólo conocía por referencia­s.

Está cerca el lago de Garda, uno de los grandes del norte de Italia, y altera la ruta para visitarlo. La carroza sube penosament­e por la pared de un valle y llega a la cima rocosa: a sus pies se extiende el inmenso lago. Se ha desviado mucho, pero se siente plenamente recompensa­do por esta “maravilla de la naturaleza”. Es entonces cuando escribe la frase que, de haber tenido un smartphone, quizás no habría pensado: “¡Cómo quisiera que mis amigos estuvieran aquí conmigo, aunque fuera un momento, para disfrutar de esta panorámica!”.

Ahora nosotros nos hacemos una selfie y la enviamos por WhatsApp junto con unas cuantas fotos del lugar. Goethe, en cambio, se maravilla y se lamenta al mismo tiempo. La belleza no es completa, si no puede ser compartida.

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