Violencia recreativa
Circulan unas imágenes recientes de la Fontana di Trevi, en Roma, que invitan a creer que aún hay esperanza. Dos jóvenes turistas que han encontrado el encuadre idóneo para hacerse una selfie invaden mutuamente sus respectivos espacios. Sorprende la velocidad con la que ambas pasan de las palabras a las manos y como se pelean renunciando a cualquier negociación de paz por territorios. Aquí no hay superioridad ni de género, ni de estatus ni de educación: la condición humana que prevalece es la de turista, con los instintos ancestrales que eso comporta. Probablemente la selfie había sido pospuesta por acumulación de gente, que de un modo natural hace que los turistas se hayan acostumbrado a hacer cola incluso cuando no toca. Basta acercarse a la Sagrada Família, la torre de Pisa o el Louvre para entender que la masificación ya no es el efecto secundario de una enfermedad sino la propia enfermedad.
El incidente de la Fontana di Trevi provocó la intervención urgente de la policía que, cual fuerza de pacificación, evitó que la discusión acabara en algo más, que es lo que no suele pasar cuando alguien se pelea violentamente en
La masificación ya no es el efecto secundario de una enfermedad sino la propia enfermedad
Barcelona. Por suerte, alguien entendió que tenía que filmar la escena. El interés documental de los viajes ya no guarda relación con los monumentos visitados sino con la aparición espontánea de un tripulante borracho en la cabina de un avión, alguien haciendo balconing colgado de un toldo precario o una mosca muerta decorando un plato de pseudosushi. Este material descubre el potencial viral de la especie humana, enriquece la experiencia y provoca un ansia inmediata que, con todos los honores y deshonores, debe ser compartida.
La satisfacción de los que estaban en la Fontana di Trevi no tiene que ver con la experiencia arquitectónica y la monumentalidad escultural de la ciudad sino con la combustión de imbecilidad que activó sus reflejos a la hora de filmarlo. Y, sin proponérselo, la escena permite imaginar una nueva variante de turismo conectada con esos retos que tanto animan Instagram, Twitter y otras plataformas adscritas a la estupidez colaborativa. El reto sería pelearse con violencia, a ser posible hasta el apuñalamiento, frente a alguna obra artística importante. La iniciativa es lo bastante absurda para tener éxito y no hay que descartar que pronto podamos ver palizas convenientemente filmadas delante del Gernika o del Taj Mahal. En Barcelona, hasta ahora, hemos aportado variantes visuales con sustancia pero que conviene pulir: la agresión de los manteros al turista norteamericano que luego ha sido acusado de racista o las peleas en el Raval relacionadas con brotes de narcojusticia espontánea. A ver si, fieles a nuestro estilo, somos capaces de desplazar los conflictos en vez de solucionarlos y, a la manera de las turistas de la Fontana di Trevi, situamos Barcelona en el mapa de la violencia ante grandes obras de la historia del arte.