Las pausas de la vida
En la escritura musical existe un signo para representar la pausa. Cada figura tiene la suya y marca la entrada en escena de un silencio de una duración determinada. Es decir, no se trata de un fragmento que no se interpreta. Al contrario, se ejecuta el silencio dejando que el instrumento repose, calle, dé lugar a otros instrumentos, a otros sonidos, a lo que se acaba de tocar tal vez, al estado de ánimo que en uno ha provocado, quizás. A lo otro, a lo propio. A lo que sólo se escucha desde dentro.
Contribuye a la armonía. La pausa asume que sólo hay música porque también no la hay. O sea, cuando un silencio aparece en el pentagrama nos indica que no debemos tocar esa parte. La pausa es una nota que no se ejecuta. El silencio es una palabra que no se dice. La inmovilidad es una acción que no se lleva a cabo. En algunas ocasiones topamos con un compás entero que carece de notas: se llama compás de espera. Se acompasa la espera. Concuerda con la obra.
Una pausa puede prolongarse mediante un puntillo, que es un signo que añade a la nota la mitad de su valor temporal. Sin embargo, no es posible alargarla mediante una ligadura. Las ligaduras sirven para unir dos notas de la misma altura. Pero ¿cómo saber que dos silencios son equivalentes? ¿Cómo saber lo que se calla? ¿Cómo averiguar lo que no se lleva a cabo?
Ya habrán adivinado que estas explicaciones musicales hay que leerlas en clave vital y aplicarlas a los silencios con que respetamos –o no– nuestra existencia. A los espacios que nos damos para meditar, para encontrarnos con nosotros mismos, para suspender el control, para acompañarnos de nada, es decir, de lo que tenga que llegar cuando no estemos empeñados en rellenar huecos.
Pero ¿cómo leer esos signos en el día a día si no hay partitura? La hay. Cuando nos sentimos mal: silencio. Cuando necesitamos (así lo creemos) mentir: pausa. Cuando nos estresamos: silencio. Frente a la angustia: pausa. Cuando hay ansiedad: pausa. Ante el miedo: silencio. Cuando no coincide lo que pensamos con lo que hacemos: pausa.
Y estas pausas o silencios, ¿con qué fin? ¿Para acallar algo? No. Para sentirlo. Para vivirlo. Para no taparlo y ejecutarlo. Para desterrar el ruido –el ruido no es música– que tantas veces anda sonándonos en el corazón y nos obliga a equivocarnos con la mente.