Turismo con sello cristiano
Tenemos, como perdido en un texto clásico de espiritualidad, el relato de un viaje de tres peregrinos, que no por ello dejaron de hacer turismo: un padre y dos hijas. La famosa es una de ellas, santa Teresa del Niño Jesús. Un buen día de noviembre de 1887 emprendieron viaje en tren a Roma.
Teresa cuenta su aventura con su padre y su hermana Celina desde que salieron de madrugada de Lisieux, cuando la gente aún dormía, hasta la llegada a la Ciudad Eterna. París era el lugar de partida de la expedición y allí se encomendaron a Nuestra Señora de las Victorias y visitaron Montmartre.
Con simplicidad entrañable, la jovencita, que iba a pedir al Papa permiso para entrar en el convento antes de la edad requerida, nos narra en Historia de un alma las emociones del trayecto: “Primero Suiza, con sus montañas que se pierden en las nubes, sus graciosas cascadas que surgen de mil maneras diferentes, sus valles profundos (...) No tenía bastantes ojos para mirar; de pie junto a la puerta del vagón, hubiera querido estar a ambos lados, pues cuando me volvía veía paisajes encantadores y enteramente distintos a los que tenía por delante”.
La viajera contempla la cima de una montaña, un pueblecito encantador con su campanario, un lago dorado por los últimos rayos del sol, y anota, cuando deja los paisajes naturales y se detienen en las ciudades: “Después de haber admirado el poder de Dios, puede admirar también el que había dado a sus criaturas”.
Repasa así su vista a la catedral de Milán, a las góndolas y los puentes de Venecia, a la Padua de San Antonio, a Loreto… hasta alcanzar Roma: “Durante seis días visitamos las principales maravillas y el séptimo vi a la mayor de todas: León XIII”.
Me he detenido en la narración pensando que la peregrinación de la santa de Lisieux, que tuvo una indudable parte turística, no perdió por ello su sello cristiano. Esta manera de ver las cosas podría ser un modelo del viajar cristiano. Observa la belleza que impregna los variados paisajes de la naturaleza, y le conmueve contemplar las construcciones que salieron de manos humanas, sin perder de vista a Dios, que sembró generosamente de hermosura los campos y las poblaciones.
Ciertamente en la vida actual postergamos con frecuencia la contemplación. Las autopistas y los trenes de alta velocidad, por no decir el avión, no facilitan una observación detenida de los paisajes.
El turismo tiene el peligro de confundirse con el “estar de paso”, como el de quienes avanzan a toda velocidad por las salas y pasillos de un museo pretendiendo verlo todo y acaban no viendo nada.
El turismo con sello cristiano debería ser menos agitado, con espacios para gozar de la belleza que se presenta a los ojos y para disfrutar de la vida en familia en un ambiente de tranquilidad.
Sin olvidar las prácticas cristianas, particularmente la misa dominical, compatibles con gozar de la belleza artística de tantas catedrales y templos que suelen ser los monumentos más característicos de las ciudades.
Debería ser menos agitado, con espacios para gozar de la belleza que se presenta y disfrutar de la vida en familia