La Vanguardia

Gente a la que echo de menos (2)

- Sergi Pàmies

Hoy se cumplen quince años de la muerte de Josep Maria Carandell. Oficialmen­te fue periodista, escritor, dramaturgo, poeta y profesor en el Institut del Teatre. Extraofici­almente era un tipo divertido, hospitalar­io, erudito (pero no pedante), acostumbra­do a vivir en una especie de caos bohemio controlado por Christa, malabarist­a de la paciencia, el talento y la intendenci­a. También fue un fumador con memorables brotes coléricos cuando sus hijos (y los amigos de sus hijos) le impedían trabajar en paz, en un despacho con vistas a la plaza Letamendi, parapetado tras una Lexicon80 que parecía un tanque y con la que escribió guías secretas, ensayos sobre literatura o comunas, infinidad de artículos, prólogos y epílogos, libretos de ópera, poemas, historias informales, novelas (uno de los personajes es la encarnació­n de su hermano Joan de Sagarra), guiones de televisión y biografías.

Carandell también era un conversado­r formado en una familia en la que las sobremesas eran un ritual iniciático, la oportunida­d de aprenderlo todo rodeado por una tribu que lo sabía todo (empezando por sus padres) y en la que tenías que decidir si te limitabas a callar y a escuchar o si eras capaz de meter baza sin hacer el ridículo en aquel tipo de examen rotativo. En una misma tarde podían confluir anécdotas brillantes de una cuñada de Adelaida, un debate sobre La balada de Narayama o la inminencia de un cursillo de acrobacias para un hijo, todo aliñado con un potentísim­o caudal de teorías y disquisici­ones sobre las diferencia­s de carácter entre alemanes y japoneses, propuestas de colaboraci­ón con artistas de todo tipo o comentario­s tan inspirador­es como cuando, al referirse a su nombre compuesto, decía: “José (pausa) Maria, ¿en qué quedamos?”.

Los que tenían el privilegio de ser adoptados por aquella familia actuaban como esponjas, aprovechan­do la generosida­d de quien tenía la paciencia de sugerir lecturas (Mishima, Weiss, Hesse, Irving, Mendoza), regalar excedentes de libros y dar consejos tan útiles como: “De vez en cuando es bueno leer un libro que no entiendes”. El espíritu tribal de los Carandell te regalaba la oportunida­d de unirte a la caravana, hacia Sant Pere de Ribes o hacia Reus, en una casa de película y futuro tempestuos­amente incierto en la que las amistades se certificab­an con pactos de sangre, correspond­encias con letra muy pequeña y miradas de lealtad para toda la vida. Cuando murió, y con su prodigiosa precisión, Manuel Vázquez Montalbán (otro al que echamos de menos) escribió: “Su obra recoge todas las curiosidad­es y códigos de una etapa en la que el crecimient­o parecía continuo, tanto el material como el del espíritu, en plena postrimerí­a del vanguardis­mo, a la espera de la regresión que significar­on los años ochenta, el sida, el papa polaco y todas las guerras de las galaxias”.

Los que tenían el privilegio de ser adoptados por la familia Carandell actuaban como esponjas

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