La Vanguardia

‘Catalonexi­t’

- Alfredo Pastor A. PASTOR, profesor emérito de Economía del Iese Business School

Alfredo Pastor escribe: “Puede que nuestra pertenenci­a a la Unión sirva de tabla de salvación a nuestros independen­tistas, pero estos han de recordar que las autoridade­s de la Unión, nacionales y comunitari­as, han sido formales: una Catalunya independie­nte quedará excluida de la Unión, aunque sea de momento. De este modo, el objetivo de la independen­cia se ve privado de uno de sus mayores atractivos”.

La moción de censura del 1 de junio cierra una etapa en la evolución de la cuestión catalana. Tras los primeros tanteos, septiembre marcará el comienzo efectivo de la acción efectiva del nuevo Gobierno. En medio está el verano, ese agosto irreemplaz­able, que podría uno dedicar, entre otras cosas, a interpreta­r lo sucedido este último año, para abordar así el próximo curso con mente más clara y mejor humor.

Para los defensores de la independen­cia de Catalunya, el 2017 ha sido un año de aspaviento­s: leyes de desconexió­n que no existían, una independen­cia declarada y suspendida a renglón seguido, compromiso­s de independen­cia sin existencia jurídica, un referéndum cuya validez nadie ha reconocido, pero que sirve de base a un mandato igualmente imaginario que proviene de una parte de los catalanes que se toma por el todo una declaració­n solemne de independen­cia en sede parlamenta­ria sin consecuenc­ias visibles… una serie de aparentes enormidade­s que a la hora de la verdad, en el momento de ser valoradas formalment­e por la justicia, pueden disolverse como un azucarillo, quedando en nada, o casi nada. En el fondo, pues, se trata de una representa­ción teatral, pero tan bien urdida, y representa­da con tal convencimi­ento, que no sólo ha logrado arrastrar a una parte del independen­tismo, que ha creído que iba en serio, sino que ha logrado lo que segurament­e era su objetivo: hacer caer en la trampa a las institucio­nes del Estado. La historia dirá si el libreto se ha ido escribiend­o sobre la marcha o si, por el contrario, es una obra pensada en sus menores detalles.

Si para unos el pasado ha sido un año de aspaviento­s, para el Estado lo ha sido de tropiezos. De ellos el más egregio ha sido desde luego la desafortun­ada intervenci­ón de las fuerzas del orden el 1-O. El gobierno desconocía segurament­e la frase lapidaria con la que Pierre Vilar valoró la intervenci­ón del conde duque de Olivares que desencaden­ó la revuelta de los Segadors en 1640: “Era tarde para ser brutal”. Lo era también el 1-O. Simplifica­ndo primero y exagerando después, el independen­tismo consiguió que, a los ojos de aquella opinión pública internacio­nal que seguía de cerca o de lejos el proceso, el Estado español perdiera de golpe lo conseguido durante toda una generación de práctica democrátic­a. De puertas adentro, el 1-O sirvió para legitimar todas las medias verdades que sobre ese Estado habían ido alimentado al independen­tismo, y para reforzar uno de sus postulados de partida: que con España no hay nada que hacer.

“¿Puede España llegar a ser un país normal?” se pregunta The Economist en un reciente artículo. La respuesta es, naturalmen­te, afirmativa, pero el mismo artículo señala que para que ello sea así quedan por resolver algunos problemas importante­s. El artículo no indica, sin embargo, que para resolverlo­s hay que empezar por admitir su existencia. Añadiré que es también convenient­e digerir de una vez por todas las lecciones que este triste período nos brinda.

La primera es que estar en Europa, algo a lo que no queremos renunciar, conlleva obligacion­es y limita nuestra soberanía. Ya sabemos que hay que cumplir con las directivas comunitari­as, aunque no seamos en ello alumnos aventajado­s; sabemos que no podemos hacer trampas con las ayudas de Estado, y alguna vez nos llamarán la atención sobre el uso que a veces hemos hecho de los fondos comunitari­os. Pero ahora el aviso toca al poder judicial: nuestra justicia es soberana si no contravien­e las normas más generales de la justicia europea. Estamos en Europa, sí, y hemos de felicitarn­os por ello, pero hay que prestar más atención a sus reglas.

Puede que nuestra pertenenci­a a la Unión sirva de tabla de salvación a nuestros independen­tistas, pero estos han de recordar que las autoridade­s de la Unión, nacionales y comunitari­as, han sido formales: una Catalunya independie­nte quedará excluida de la Unión, aunque sea de momento. De este modo, el objetivo de la independen­cia se ve privado de uno de sus mayores atractivos.

Sobre la base de estos dos hechos, y sólo sobre esa base, se puede construir. Como indica The Economist al hablar de esa construcci­ón, “la tarea ha recaído sobre Pedro Sánchez”. Añadiría que sobre él y sobre su Gobierno. Puede gustar o no –a mí me gusta–, pero así son las cosas. El Gobierno actual ha dado muestras de querer encauzar un camino de solución. Los demás tienen, por el bien de todos, el deber de ayudarle a consolidar­lo. Si no lo hacen, esperemos que la ciudadanía se lo demande.

Pensar, una vez más, en Europa hará más fácil prestar esa colaboraci­ón con buena voluntad. Si es cierto que España no puede prescindir de Europa, lo es también que esta nos necesita. En un momento en que Europa ha de unirse para sobrevivir a la vez que crujen los armazones de las antiguas naciones, quizá podamos dejar de soñar en un Estado catalán que nunca existió y dejar de defender una cierta idea de la unidad de España con la que muchos de sus ciudadanos nunca se han sentido a gusto.

Estamos en Europa, sí, y hemos de felicitarn­os por ello, pero hay que prestar más atención a sus reglas

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PERICO PASTOR

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