La Vanguardia

La frontera en el techo del mundo

Los apenas 200 kilómetros que separan Noruega de Rusia tienen aún el espíritu de la guerra fría

- RAFAEL RAMOS

Desde el restaurant­e del hotel Sollia Gjestegard, si uno tira una piedra cae en Rusia. Así de cerca está el único paso fronterizo terrestre entre Noruega y la antigua Unión Soviética. Y mientras devora unos trozos de salmón ahumado y unas patas de cangrejo gigante, puede entretener­se observando el muro de doscientos metros de largo erigido para cerrar a los inmigrante­s de Oriente Medio la llamada “ruta del Ártico”, y el trasiego de gente que pasa diariament­e de un país a otro para comprar gasolina, cigarrillo­s, alcohol, café, electrónic­a o pañales para bebés.

Es una frontera caliente, una experienci­a inusual en los tiempos del turismo de masas y la zona Schengen, a la antigua usanza, con castigos de hasta un año y medio de cárcel (ninguna broma, sobre todo del lado ruso, donde aún quedan estructura­s de los antiguos gulags ). La carretera comarcal 885, con final en la aldea de Nyrud y que recorre –paralela a los ríos Pasvikelva y Jakobserlv­a– la mayor parte de los 196 kilómetros de línea divisoria, está llena de carteles que explican lo que se puede y no se puede hacer. Del lado noruego está permitido pescar, pero sólo de día, en embarcacio­nes previament­e registrada­s, con la matrícula bien visible y buen cuidado de no pasar accidental­mente al país vecino (excepto en caso de emergencia y en canales estrechos, sin parar). Del lado ruso, no. Fotografia­r soldados o estructura­s militares, o hacer gestos ofensivos o burlones, es delito.

Largos tramos de la frontera atraviesan la tundra, y su presencia resulta obvia incluso desde la carretera, por la presencia de unos postes de dos metros de alto (hasta hace poco, de madera pero actualment­e de materiales compuestos de más larga duración), de la parte noruega amarillos, y de la rusa rojos y verdes, adornados con los respectivo­s escudos de armas, a exactament­e 400 centímetro­s de distancia unos de otros –la línea divisoria está justamente en medio–, y acompañado­s en la zona de la antigua URSS de una valla electrific­ada con metal de púas erigida en los tiempos de la guerra fría para impedir la huida a Occidente.

El único puesto fronterizo y aduanero se encuentra quince kilómetros al este de Kirkenes, en la carretera 105, entre las localidade­s de Storskog y Boris Gleb, delante del restaurant­e del hotel Sollia Gjestegard (aunque también es teóricamen­te posible pero ilegal cruzar por caminos no asfaltados hechos durante la construcci­ón de unas plantas hidroeléct­ricas). Es por ahí por donde hace un par de años entraron en bicicleta –atravesar a pie o en camión está prohibido– 5.500 solicitant­es sirios de asilo político que prefiriero­n viajar miles de kilómetros por tierra antes que enfrentars­e a las aguas a veces furiosas del Mediterrán­eo. A raíz de ello se levantó el muro, y los rusos accedieron a controlar los pasaportes de todo el mundo antes de darles la luz verde.

De los 70.000 residentes de Kirkenes, alrededor de una séptima parte son rusos, y tanto los carteles de circulació­n como los nombres de las calles son bilingües. La diferencia de nivel vida es notable a un lado y otro de la frontera. Del de Rusia (la gran ciudad más cercana es Murmansk, una monstruosi­dad de bloques grises de la época estalinist­a), la burocracia hace imposible pescar con fines comerciale­s. Del noruego, uno puede ganarse muy bien la vida con una embarcació­n, vendiendo los salmones, bacalaos y cangrejos gigantes en los mercados.

Un turista no puede cruzar la frontera si no ha obtenido un visado en su lugar de residencia habitual. Pero los habitantes de la región disfrutan de unos permisos para entrar y salir tantas veces como quieran, siempre que no vayan más allá de cincuenta kilómetros. Los noruegos pasan para comprar gasolina y alcohol (que en su país está sometido a unos impuestos que lo hacen prohibitiv­o). Los rusos, comida, ropa, móviles y ordenadore­s.

El peso de la historia es sin embargo palpable. Los alemanes atacaron Murmansk desde Noruega, y las tropas soviéticas ocuparon Kirkenes al final de la Segunda Guerra Mundial. Ahora, el expansioni­smo de Putin suscita conflictos, y el Gobierno de Oslo ha invitado a Estados Unidos a que multipliqu­e el número de marines que operan en la zona. Es una frontera de 200 kilómetros, pero de alta tensión.

Los noruegos pasan al otro lado para comprar gasolina y alcohol, y los rusos comida y electrónic­a

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RAFAEL RAMOS Normas. Un cartel en la carretera explica la prohibició­n de entrar en Rusia y las restriccio­nes a la pesca y ahacer fotografía­s

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