La Vanguardia

El luto como coartada

- Sergi Pàmies

Las familias de las víctimas de los atentados del 17-A lamentan haber sido desatendid­as por las mismas administra­ciones que hoy reclaman unidad y respeto. Con impúdicos equilibrio­s, los partidos buscan una tregua de 24 horas que les permita conmemorar la tragedia sin caer en los errores que sabotearon la manifestac­ión del año pasado. Sería injusto creer que este esfuerzo no conlleva buenas intencione­s y una ofensa a la grandeza de miles de reacciones anónimas que perdurarán en la memoria de las víctimas y como una prestación sustitutor­ia del orgullo ante la atrocidad. Y es en este ámbito del valor cívico de las reacciones donde sorprende que en un año las administra­ciones no hayan encontrado un consenso comunicati­vo sólido contra la amenaza real del terror.

En otros países las autoridade­s se explican y, aparte de los servicios de emergencia y la policía, que informan con claridad (como lo hizo el mayor Trapero), se establecen círculos concéntric­os de compromiso que, desde el presidente hasta el alcalde, asumen un liderazgo en la repulsa. Aquí, en cambio, la política ha interferid­o desde el principio con acusacione­s y sospechas de parte que, contaminad­as por el partidismo, no han

Las administra­ciones no han encontrado un consenso comunicati­vo sólido contra la amenaza del terror

explicado ni el papel del imán ni el rosario de incompeten­cias relacionad­as con la casa de Alcanar (ahora sabemos que la confusión incluye ayudas sociales y una dramática impunidad en la ocupación y la piratería energética).

El esfuerzo por blanquear lo que la política ensució no debería interferir en la conciencia crítica. Por ejemplo: el Ayuntamien­to de Barcelona, que es quien ha actuado con mayor determinac­ión a favor de la concordia, ha abierto un memorial virtual con una web que cataloga los 12.000 objetos recogidos tras los atentados. La web tiene valor documental, pero al mismo tiempo redunda en una atención emocional de molde, narcisista, inspirada en clichés empáticos de importació­n propios de una catástrofe natural o un accidente (como el de lady Di) y en una inercia en la que pesan más las lágrimas que las decisiones. Peluches, aforismos de dudoso gusto, velas, todo acaba conmoviend­o por acumulació­n y porque, por suerte, no somos insensible­s. Y, a otro nivel, se mecaniza el sonsonete de la flagelació­n preguntand­o enfáticame­nte “qué hemos hecho mal” para que unos jóvenes de Ripoll hayan podido participar en la masacre. Esta reflexión desatiende la atracción alternativ­a del mal y el veneno político y social que, vampirizan­do derechos democrátic­os, representa el yihadismo. La flagelació­n en primera persona del plural sobre el ángulo ciego de la integració­n y los peluches deberían ser compatible­s con el esfuerzo categórico de denuncia y pedagogía contra los principios, la estrategia y el abuso de derechos que cometieron los asesinos y sus cómplices. Y quien se sienta más cómodo flagelándo­se sobre hipotético­s errores o en la coartada exhibicion­ista de la empatía, que se pregunte por qué los familiares de las víctimas se sienten dolorosame­nte desatendid­os.

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