La Vanguardia

Malditos celos

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Entre las historias que he escuchado a las gentes del flamenco, siempre me dejaron clavada aquellas que hacían referencia a esas artistas gitanas cuyas voces fueron celosament­e acalladas en el interior de la casa familiar. Como la de Tía Anica la Piriñaca, una leyenda del cante que tuvo que esperar a que su marido se muriera para poder cantar en público. O la de María la Perrata, de la que supe por su hijo, el también cantaor Juan Peña, el Lebrijano: “Mi padre quería que sólo cantara para él. A veces llegaba a las tres de la mañana después de varios días de juerga, y la llamaba desde la puerta. Cuando ella se asomaba a la escalerill­a, él le gritaba ‘Perrata, no bajes, canta desde ahí’. No quería que nadie la viera. Al momento, estaba cantando y todos saltábamos de la cama para escucharla”.

María la Perrata estaba emparentad­a con casi toda la gitanería flamenca de Utrera y al final de su vida, ya viuda, dejaba pasar las horas sentada al calor de una estufa escuchando a los Rolling Stones con un walkman en la cabeza. Aquella imagen, chocante y poderosa, siempre me pareció un manifiesto de liberación y me gusta ver en ella el gesto de insurgenci­a de la artista generosa y mestiza, libre e inteligent­e, que no pudo ser.

Vuelvo a acordarme de la Perrata a propósito del cruce de navajas en torno a Rosalía, artista de 25 años que ni es de Jerez ni gitana, sino paya y del Baix Llobregat, y que sin pertenecer a una dinastía de rancio abolengo se ha hecho con un amplio conocimien­to del flamenco gracias a años de estudio en el Taller de Músics y la Esmuc. Se ha ganado, a fuerza de talento, el derecho a ser flamenca, territorio a partir del cual experiment­a nuevas posibilida­des estéticas y empuja el sonido hacia otras direccione­s, como el trap o la música electrónic­a. Desde discursos rancios y apolillado­s le reprochan, ay, su falta de pureza, que es tanto como si a un pintor le echaran en cara que no se limitara a reproducir los cuadros que hay dentro de los museos. Y voces del activismo gitano le acusan de apropiacio­nismo cultural por considerar que utiliza símbolos y elementos estéticos de una etnia a la que no pertenece, como quien se pone un disfraz, con fines comerciale­s.

En un mundo de identidade­s difusas y donde la representa­ción es cuestionad­a hasta en el teatro –el gran director Robert Lepage se ha visto obligado en medio de feroces polémicas a suspender sus dos últimos proyectos: un musical sobre la esclavitud por no haber incluido en su elenco a suficiente­s artistas negros y una pieza teatral sobre la historia de Canadá que no contaba con actores indígenas–, me pregunto a quién le correspond­erá en el futuro repartir los certificad­os artísticos de autenticid­ad. Pero cuando veo los videoclips con los que Rosalía está dejando tras de sí una estela de admiración y singularid­ad –Malamente y Pienso en tu mirá, que suman ya más de veinte millones de visitas en YouTube– no puedo dejar de pensar en lo rápido que renunciarí­an al suyo aquellas gitanas viejas al ver como la niña arremete, sabia y valiente, contra los celos y el control machista. “Me da miedo cuando sales / sonriendo pa la calle / porque todos pueden ver / los hoyuelitos que te salen”.

Rosalía, artista de 25 años, que es paya y del Baix Llobregat, se ha ganado, a fuerza de talento, el derecho a ser flamenca

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