La fragilidad de un patrimonio no valorado
Horrorizado por la tragedia y el dolor de las víctimas, escribo estas líneas como arquitecto barcelonés y como profesor catedrático de Urbanismo en Génova, ciudad a la que quiero, respeto y admiro y en la que vivo gran parte del tiempo. Seguro que muchos lectores habrán atravesado en más de una ocasión – y no sin cierto vértigo– el, ahora desaparecido, puente Morandi para desde Francia seguir hacia el centro o sur de Italia. Era un tramo casi obligado de la autopista A-10 que yo mismo, como muchos genoveses, utilizábamos varias veces a la semana por su papel crucial en la movilidad urbana.
El puente Morandi era una bella estructura diseñada por el ingeniero que le dio nombre: era un puente elegante, esbelto, altísimo, al nivel de otras obras cumbre de la ingeniería mundial como las de Maillart, Freyssinet o Torroja y que se había convertido en un icono –y también para muchos habitantes– en un auténtico patrimonio moderno de la ciudad, no siempre bien aceptado.
Después de casi 60 años de servicio sufría patologías y problemas de mantenimiento lógicos, debido en gran parte a los inconvenientes del hormigón y a las propias condiciones medioambientales de una ciudad con fuertes crecidas, riadas y deslizamientos.
Génova es una hermosa e interesantísima ciudad-puerto (histórica, arquitectónica y fuertemente infraestructural a la vez) hoy de nuevo en los circuitos turísticos internacionales; una ciudad acostumbrada a negociar con su compleja geografía en situaciones a veces inverosímiles, sacando partido siempre de su fuerte componente resiliente. Muchas voces habían defendido la necesidad de substituir el viejo puente de Morandi por una nueva estructura más contemporánea y menos costosa. Otras, con las que personalmente coincidía, defendían su permanencia, apostando por una urgente renovación a fondo y una decidida operación de cirugía estructural.
Más allá de los motivos económicos primaba aquí el valor cultural de una obra excepcional y de un patrimonio –el de la épica moderna– no siempre bien valorado desde el habitual culto al pasado más historicista. Pero ello obligaba a tomar medidas urgentes, no siempre abordadas con la contundencia que permitirían la propia economía, los contratos vinculantes o los tiempos de la gestión pública. Ni seguramente el ambiguo carácter de una obra (¿funcional y/o patrimonial?) no siempre bien enfocada en su auténtica y compleja dimensión. A nadie se le escapaba la urgencia de dichas decisiones, cada vez más improrrogables, aunque era realmente difícil prever un desastre de tales consecuencias. De ello cabrá extraer lecciones para el futuro.
Es difícil, todavía, concretar las causas del siniestro (que suelen ser, como en todo colapso, múltiples y simultáneas). Sigo pensando que es prematuro culpabilizar a los antiguos estudios de Morandi y sus diseños que, al menos a priori, merecen un cierto respeto inicial. Más allá del propio cálculo estructural y de la concepción del proyecto, habrá que analizar los trabajos de mantenimiento y de ampliación recientemente realizados, la fuerte climatología adversa, las obras de refuerzo en la cimentación abordadas en los últimos tiempos, el impacto de la corrosión y de la erosión de los materiales, no siempre –quizás– bien resueltos, etcétera.
La ingeniería siempre ha sido importantísima en Génova y su Escuela Politécnica es una de las más prestigiosas de Italia. Seguro que un pronto análisis y un certero diagnóstico serán emitidos en breve plazo, más allá de las primeras impresiones.
Nada nos impedirá, no obstante, seguir recordando con inmensa tristeza y perplejidad un desastre de inevitables consecuencias para la ciudad y para sus ciudadanos.
Desde Barcelona toda la solidaridad para Génova, mi segunda ciudad.