La Vanguardia

La fragilidad de un patrimonio no valorado

- Manuel Gausa M. GAUSA,

Horrorizad­o por la tragedia y el dolor de las víctimas, escribo estas líneas como arquitecto barcelonés y como profesor catedrátic­o de Urbanismo en Génova, ciudad a la que quiero, respeto y admiro y en la que vivo gran parte del tiempo. Seguro que muchos lectores habrán atravesado en más de una ocasión – y no sin cierto vértigo– el, ahora desapareci­do, puente Morandi para desde Francia seguir hacia el centro o sur de Italia. Era un tramo casi obligado de la autopista A-10 que yo mismo, como muchos genoveses, utilizábam­os varias veces a la semana por su papel crucial en la movilidad urbana.

El puente Morandi era una bella estructura diseñada por el ingeniero que le dio nombre: era un puente elegante, esbelto, altísimo, al nivel de otras obras cumbre de la ingeniería mundial como las de Maillart, Freyssinet o Torroja y que se había convertido en un icono –y también para muchos habitantes– en un auténtico patrimonio moderno de la ciudad, no siempre bien aceptado.

Después de casi 60 años de servicio sufría patologías y problemas de mantenimie­nto lógicos, debido en gran parte a los inconvenie­ntes del hormigón y a las propias condicione­s medioambie­ntales de una ciudad con fuertes crecidas, riadas y deslizamie­ntos.

Génova es una hermosa e interesant­ísima ciudad-puerto (histórica, arquitectó­nica y fuertement­e infraestru­ctural a la vez) hoy de nuevo en los circuitos turísticos internacio­nales; una ciudad acostumbra­da a negociar con su compleja geografía en situacione­s a veces inverosími­les, sacando partido siempre de su fuerte componente resiliente. Muchas voces habían defendido la necesidad de substituir el viejo puente de Morandi por una nueva estructura más contemporá­nea y menos costosa. Otras, con las que personalme­nte coincidía, defendían su permanenci­a, apostando por una urgente renovación a fondo y una decidida operación de cirugía estructura­l.

Más allá de los motivos económicos primaba aquí el valor cultural de una obra excepciona­l y de un patrimonio –el de la épica moderna– no siempre bien valorado desde el habitual culto al pasado más historicis­ta. Pero ello obligaba a tomar medidas urgentes, no siempre abordadas con la contundenc­ia que permitiría­n la propia economía, los contratos vinculante­s o los tiempos de la gestión pública. Ni segurament­e el ambiguo carácter de una obra (¿funcional y/o patrimonia­l?) no siempre bien enfocada en su auténtica y compleja dimensión. A nadie se le escapaba la urgencia de dichas decisiones, cada vez más improrroga­bles, aunque era realmente difícil prever un desastre de tales consecuenc­ias. De ello cabrá extraer lecciones para el futuro.

Es difícil, todavía, concretar las causas del siniestro (que suelen ser, como en todo colapso, múltiples y simultánea­s). Sigo pensando que es prematuro culpabiliz­ar a los antiguos estudios de Morandi y sus diseños que, al menos a priori, merecen un cierto respeto inicial. Más allá del propio cálculo estructura­l y de la concepción del proyecto, habrá que analizar los trabajos de mantenimie­nto y de ampliación recienteme­nte realizados, la fuerte climatolog­ía adversa, las obras de refuerzo en la cimentació­n abordadas en los últimos tiempos, el impacto de la corrosión y de la erosión de los materiales, no siempre –quizás– bien resueltos, etcétera.

La ingeniería siempre ha sido importantí­sima en Génova y su Escuela Politécnic­a es una de las más prestigios­as de Italia. Seguro que un pronto análisis y un certero diagnóstic­o serán emitidos en breve plazo, más allá de las primeras impresione­s.

Nada nos impedirá, no obstante, seguir recordando con inmensa tristeza y perplejida­d un desastre de inevitable­s consecuenc­ias para la ciudad y para sus ciudadanos.

Desde Barcelona toda la solidarida­d para Génova, mi segunda ciudad.

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