Prohibido morirse
No es broma. En Longyearbyen –la ciudad más cercana al polo Norte (1.300 kilómetros)–, está prohibido morirse. También está prohibido dar a luz, carecer de empleo y un techo bajo el que dormir, tener gatos, salir del centro sin un rifle –osos polares hambrientos o aburridos suelen estar al acecho– y entrar con zapatos en los edificios públicos. A cambio, el tabaco es más barato que en España, el servicio de internet es el más rápido del mundo, y toda la delincuencia son peleas entre borrachos.
¿Cómo que está prohibido eso de pasar al otro barrio?, se preguntará el lector escéptico, pensando que se trata de la típica exageración de periodista. Por supuesto que si alguien se muere de un ataque al corazón o lo devora un oso –hay tres mil, por sólo dos mil personas–, nadie va a ponerle una multa, porque sería complicado cobrarla. Pero las defunciones se disuaden al máximo, hasta el punto de que no hay hospital (sólo una clínica para emergencias) ni residencia para ancianos, y cuando a alguien se le descubre una enfermedad terminal o grave, es enviado en el primer vuelo a Oslo, Bergen o Tromso.
En otros lugares como el pueblo italiano de Selia, los franceses Cougneax y Sarpourenx, o la localidad brasileña de Biritiba-Mirim, también ha estado temporal y técnicamente prohibido morirse por órdenes municipales, resultado de disputas relativas a la construcción o ampliación de los cementerios. También en Itsukushima, una isla japonesa sagrada para el sintoísmo. Pero en Longyearbyen no tiene nada que ver con la religión o la política, sino con la naturaleza misma. Las gélidas temperaturas y la existencia de una capa de permafrost de cincuenta metros de profundidad hacen que los cuerpos no se descompongan nunca. Y tampoco los virus o bacterias que los hicieron pasar a mejor vida…
Cierto que hay un pequeño cementerio, a la salida de la ciudad, por la calle sin nombre (ninguna lo tiene) que lleva hacia los restaurantes Huset y Gruvelageret, entre los mejores de Noruega y el sitio para probar carpaccio de foca, chorizo de reno o filete de ballena. Es reconocible por una decena de cruces blancas en la ladera de la montaña, pero hace décadas que no se entierra a nadie, excepto urnas con las cenizas de algunos románticos (pocos) que así lo dejaron pedido en su testamento.
Estamos refiriéndonos a Longyearbyen como una “ciudad”, cuando tal vez sea un poco exagerado. Más bien es un pueblo, aunque el pueblo más cosmopolita del mundo, con gentes de medio centenar de países, su museo y universidad, escuela primaria y secundaria, dos periódicos (uno de ellos, en inglés), cajero automático, oficina de turismo, boutiques, varios hoteles (donde por una habitación te clavan trescientos euros), pubs, aeropuerto y un supermercado grandioso donde el tabaco poco menos que te lo regalan, pero los alimentos frescos tienen precios exorbitantes. Un litro de leche, por ejemplo, cuesta el equivalente en coronas noruegas de quince euros. Y las verduras, no digamos.
La capital del archipiélago de Svalbard fue fundada en 1906 por el industrial norteamericano John Munro Longyear, con el propósito de la explotación del carbón (Longyearbyen quiere decir “la ciudad de Longyear”). En virtud del tratado de Spitsbergen, suscrito en 1920 para evitar disputas internacionales en la carrera por los recursos naturales del Ártico, la soberanía y administración corresponden a Noruega (hay una comisaría de policía con seis agentes), pero los ciudadanos de todos los países firmantes tienen derecho a establecerse. Siempre que dispongan de trabajo y no planeen morirse a corto plazo... Históricamente ha sido el punto de partida de numerosas exploraciones polares.
En Longyearbyen se pone el sol a finales de octubre y no vuelve a salir hasta principios de marzo, reflejándose en la escalera del antiguo hospital, donde todo mundo se reúne para una fiesta. El frío es mortal. Pero a mucha gente le engancha la idea de vivir lo más al norte que es posible, desplazarse en motos de nieve y ver la aurora boreal como quien ve un arco iris. Pero sobre todo, la certeza de que no se va a morir, a no ser que cometa un acto ilegal…
En Svalbard no se entierra a nadie, porque el permafrost impide que los cuerpos se descompongan
No hay hospital, así que los enfermos terminales son trasladados a Oslo para que mueran allí