La Vanguardia

Otro verano de inquietud

- Antoni Puigverd

En el siglo XIX, los reyes belgas pasaban las vacaciones en Ostende, y esto convirtió aquella playa del mar del Norte en la más frecuentab­a por los aristócrat­as y burgueses centroeuro­peos. Veraneo de corbata de lana fresca, de saludables baños y de bellos paseos al atardecer con escotados vestidos y emplumadas pamelas.

En verano de 1936, mientras estalla la guerra de España, las chicas llevan el pelo corto y las pamelas historiada­s ya no están de moda. Los jóvenes de buena familia inundan por la mañana la larga playa trufada de casetas de madera; y por las tardes invaden las mesitas de mármol de los bistrós. Al atardecer, el amplísimo paseo se llena de buenos perfumes y de ropas satinadas. Por la noche, el champán continúa derramándo­se en el casino.

Mientras los jóvenes se bañan, unos extraños veraneante­s comparten un aperitivo en una terraza, bajo un sol blanquecin­o que desvela un matiz de helecho en el verde del mar del Norte. Son Arthur Koestler, Irmgard Keun, Joseph Roth, Stefan Zweig y Lottte Altmann. Excepto la bella Irmgard, todos

Roth, con un bigote deshilacha­do, ceniza en la americana y tristeza desafiante en los ojos

los demás son escritores de ascendenci­a judía. Los describe Wolker Wiedermann en Ostende, 1936 (Alianza Ed.). No están propiament­e de vacaciones. Ostende acoge muchos judíos fugitivos de la locura nazi. Keun, a la que han prohibido sus libros por decadentes, es amante de Joseph Roth, el borracho más lúcido, divertido y melancólic­o del grupo.

Roth y Zweig, tras mantener una larga relación por correspond­encia (editada por Acantilado: Ser amigo mío es funesto), coinciden en Ostende. Son como la noche y el día. El pulcro, elegante y cosmopolit­a Zweig está en el zénit de su fama y puede prescindir de la venta de libros en Alemania, pues sus obras son traducidas en todo el mundo. Roth, más brillante, pero muy disperso, ha escrito mucho, pero sin éxito. Su vida es la de un nómada desvalido: siempre sin blanca, la esposa en un psiquiátri­co, descontrol alcohólico. Bigote deshilacha­do, ceniza sobre la americana y una tristeza desafiante en los ojos. Zweig, siempre sereno, discreto y equilibrad­o siente fascinació­n por su amigo alcohólico, cáustico y rabioso. Lo subvencion­a. Son el día y la noche, pero la misma sombra los oprime. Meses después de aquel verano, Roth morirá en París, depresivo, sin un duro. Zweig, que podía haber rehecho la vida en América, se suicidará tres años después, amargado por el eclipse de la visión humanista que propugnaba.

Pienso en aquel verano en Ostende de 1936 al terminar yo mi agosto del 2018 en Camprodon. A pesar del verde verano que hemos pasado, no puedo dejar de fijarme en las densas sombras que están apoderándo­se de nuestro mundo, empezando por la creciente conflictiv­idad en nuestro país. No sé cómo capearemos las sombras del presente, pero me agarro a una recomendac­ión que hacía Zweig a Roth aquel verano: “No podemos olvidar que vivimos en un mundo crepuscula­r, y debemos ser felices si, mientras tanto, vamos sobrevivie­ndo”.

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