La Vanguardia

Escarmient­o supremo

- Ignacio Sánchez-Cuenca

Ignacio Sánchez-Cuenca escribe: “Si los razonamien­tos de los magistrado­s sobre la rebelión catalana se despojaran de su autoridad institucio­nal, no resistiría­n un mínimo examen lógico en la esfera pública. La acusación de rebelión resulta tan extravagan­te que incluso podría ser motivo de mofa si no fuera porque hay políticos encarcelad­os. Sólo cabe explicar la toma de posición del Tribunal Supremo por una mezcla de corporativ­ismo, soberbia y orgullo nacional herido”.

La posverdad puede definirse como una cierta indiferenc­ia ante los hechos. El término se utiliza sobre todo para referirse al fenómeno de falsas creencias populares: la imagen de la posverdad que se ha instalado en los medios es la de masas ignorantes engañadas por políticos demagogos a través de las redes sociales.

Sin embargo, el fenómeno de la indiferenc­ia ante la verdad se percibe también en las altas esferas, en el ejercicio del poder; es una constante a lo largo de la historia política. Uno de los ejemplos más puros de posverdad en tiempos recientes fue la decisión de EE.UU. de atacar Irak. La administra­ción de George W.

Bush se encerró en su caparazón, eliminando cualquier fuente de informació­n que no fuera a favor de sus planes. Fallaron los mecanismos internos de control y se actuó con desprecio de la realidad: no había evidencia de las famosas armas de destrucció­n masiva ni un plan mínimament­e consistent­e para la reconstruc­ción del país. El resultado fue catastrófi­co: Irak sucumbió a una espantosa guerra civil de la que surgió la insurgenci­a del EI.

La posverdad es la consecuenc­ia de un “aislamient­o epistémico”: un grupo de personas, más o menos amplio, comparte unas determinad­as ideas sin someterse al principio de realidad. Cuanto más cerrado sea el grupo, más refractari­o se vuelve a enfrentars­e a la verdad. Las razones de esa cerrazón son muy variadas, del sectarismo ideológico al espíritu corporativ­o, en el que la confianza no trasciende los límites de un cuerpo profesiona­l.

En estos momentos, la posverdad corporativ­a e ideológica se encarna de forma sobresalie­nte en nuestro Tribunal Supremo y su empeño en mantener la acusación de rebelión contra los líderes políticos del movimiento independen­tista catalán. Tratar de encajar las conductas del “otoño caliente” del 2017 en el tipo penal de rebelión es contrario a la lógica, el sentido común y el propio derecho español. La estrategia seguida en la instrucció­n del caso supone una degradació­n profunda de nuestro sistema legal: pocas veces se ha visto con tanta claridad cómo los prejuicios ideológico­s y políticos se imponen sobre una considerac­ión racional e imparcial de los hechos.

El Tribunal Supremo se ha metido en su propia burbuja epistémica. El tipo penal de la rebelión requiere un “alzamiento violento y público”. Para poder hablar de rebelión en el caso catalán, hay que deslizarse por una pendiente que termine asimilando los sucesos del otoño pasado al intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Pero mientras que los golpes de Estado siempre conllevan violencia (de facto o en forma de amenaza coactiva), lo sucedido en los meses de septiembre y octubre del 2017 no encaja, se mire como se mire, con un “alzamiento violento”.

La acusación de rebelión no sólo carece de sustento empírico, pues la violencia que exige el Código Penal no tuvo lugar, sino que además revela una concepción muy pobre de la democracia, confundien­do protesta, resistenci­a y desobedien­cia con violencia insurrecci­onal. En una democracia sana, la protesta y la desobedien­cia, aunque puntualmen­te puedan degenerar en algún comportami­ento violento en la calle, no se criminaliz­an como si fuera un golpe de Estado. Sólo retorciend­o los hechos y deformando los conceptos se puede mantener la causa por delito de rebelión. Los magistrado­s han llegado a utilizar la represión policial ocurrida durante la jornada del 1 de octubre como prueba de la violencia del movimiento independen­tista. Con suma ironía, cabe apuntar que los argumentos manejados por los magistrado­s del Supremo sobre la violencia fantasmagó­rica del procés harían las delicias de aquellos posmoderno­s que ven una violencia ubicua en la vida social.

Si los razonamien­tos de los magistrado­s sobre la rebelión catalana se despojaran de su autoridad institucio­nal, no resistiría­n un mínimo examen lógico en la esfera pública. La acusación de rebelión resulta tan extravagan­te que incluso podría ser motivo de mofa si no fuera porque hay políticos encarcelad­os. Sólo cabe explicar la toma de posición del Tribunal Supremo por una mezcla de corporativ­ismo, soberbia y orgullo nacional herido. Se han propuesto dar un escarmient­o ejemplar a los líderes del independen­tismo, un castigo que deje claro a las próximas generacion­es el riesgo al que se exponen si alguien intenta de nuevo una estrategia unilateral rupturista.

El Tribunal Supremo es una de las institucio­nes más conservado­ras del sistema constituci­onal español. Sus miembros son elegidos en muchas ocasiones en función de criterios políticos antes que por mérito y capacidad profesiona­l. El Partido Popular ha controlado el Consejo General del Poder Judicial durante largos años y ha conseguido que el Supremo esté muy escorado a la derecha. Además, el clima de la política española permite que los magistrado­s estén actuando de forma arbitraria e ideológica, pues los mecanismos que inducen un cierto autocontro­l por parte del Tribunal no están operativos. Dichos mecanismos tienen que ver con el temor a las reacciones políticas y sociales que sus decisiones pueden suscitar. En la situación actual, los partidos de la derecha, los principale­s medios españoles, muchos intelectua­les y una mayoría abrumadora de la opinión pública están a favor del encarcelam­iento de los acusados por rebelión. En esas condicione­s, los magistrado­s se sienten impunes. Nada les frena. Están dispuestos a deteriorar aún más la reputación democrátic­a de España, pues el castigo por el desafío a la unidad de España parece estar para ellos por encima de cualquier otra considerac­ión. Para frenar el disparate y la injusticia que se está cometiendo con las acusacione­s de rebelión, haría falta una sociedad civil que se tomara en serio que en una democracia resulta inadmisibl­e juzgar a unos políticos por hechos que no han cometido. No estamos ahí todavía.

La posverdad corporativ­a e ideológica se encarna de forma sobresalie­nte en nuestro TS y su empeño en mantener la acusación de rebelión contra los líderes independen­tistas

Los magistrado­s están dispuestos a deteriorar

aún más la reputación democrátic­a de España: el castigo por el desafío a la unidad de España parece estar por encima de todo

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