La ambición
En mi infancia, cerca de la masía de mis abuelos había un bosque que llamábamos “el bosquet”. Por las tardes, con una merienda de pan con chocolate, íbamos allí a jugar a toda clase de juegos. Teníamos uno que era “descubrir caminos”, que consistía en seguir los senderos hechos por los animalitos del bosque y buscar un lugar agradable donde sentarnos y merendar. Siempre nos parecía que la parte del camino mejor era el de más adelante, y andábamos hasta cansarnos y terminábamos sentados con una especie de resignación allí donde el cansancio nos paraba. Ahora pienso que aquellos andares eran empujados por una buena parte de curiosidad de ver un poco más allá, aunque en el fondo también había la ambición de encontrar un mejor sitio. Pero que yo recuerde, no lo encontramos nunca, porque todo el sendero era parecido.
Con los años me he ido dando cuenta de que esa clase de curiosidad infantil puede convertirse en una ambición desmesurada en cualquier aspecto de la vida, ya sea en las relaciones sociales o la política. La envidia casi siempre tiene un papel relevante en ello porque lo que otro tiene siempre parece mejor que lo que uno vive. El filósofo André Comte-Sponville, en su Diccionario filosófico, dice de la ambición: “Es la pasión de triunfar, ante todo dirigida al futuro y la acción. La ambición se refiere menos a lo que uno es o a lo que uno hace que a lo que uno será o hará. Es un gusto inmoderado por los éxitos venideros (…) Hay una edad para la ambición. Útil en la juventud o la madurez, se vuelve estéril en la vejez, a la que ya sólo le quedan ambiciones póstumas (la posteridad, la descendencia, la salvación…) o sórdidas (conservar la vida, el dinero, el poder…) Ambiciona, mejor, curarte de la ambición”.
De hecho parece que puede ser un desprecio por el que uno es, abonado por una exigencia insondable (una trampa del ego narcisista). Se habla bastante de que es necesario tener ambición en la vida como si eso fuese una cualidad indispensable, cuando muchas veces o casi siempre es una piedra en el zapato que impide el placer de andar solamente con uno mismo. Una cosa son los juegos infantiles y otra bien distinta es hacerse cargo de la propia realidad.