En las islas Fiyi
Puedo afirmar que, sin duda, este ha sido uno de esos veranos que permanecerán en mi recuerdo
Una vez sufrida la resaca nostálgica del descanso estival, llegó el momento de interiorizar la temida vuelta a la rutina. Un duro trance que puede sobrellevarse únicamente encontrando los últimos chollos de rebajas –que alegran a cualquiera– y distrayendo la mente con la galería fotográfica de las pasadas semanas. Rebobinando entre mis recuerdos, puedo afirmar que, sin duda, este ha sido uno de esos veranos que permanecerán en mi recuerdo.
El destino fueron las inigualables islas Fiyi y la compañía, la mejor, mi amigo del alma Joca. Tras veinticuatro horas de vuelos e interminables escalas, la motivación se acrecentó al aterrizar en esta joya situada al sur del Océano Pacífico, un escondite en el que nos perdimos durante diez días disfrutando de una desconexión que no había vivido hasta el momento. Un verdadero estado de aislamiento que se apoderó de mis cinco sentidos como si de un hipnotismo se tratara. Playas que parecían acuarelas, arrecifes pigmentados y un ambiente selvático, digno de cualquier escenario de película.
La población fiyiana nos recibió con un caluroso “bula”, la palabra más repetida durante mi estancia en esta localización celestial. Un cordial saludo cuyo significado literal es “vida” y que sus habitantes utilizan a modo de bienvenida siempre acompañado de una exquisita amabilidad. Un sosiego palpable que consigue que pronto desaceleres del interiorizado estrés rutinario y te impregnes de una filosofía de vida basada en el amor por la naturaleza. Eroni fue nuestro guía, y perfecto anfitrión para hacernos partícipes de las mejores anécdotas de un tesoro natural con infinidad de cultura y secretas historias. La aventura continuó a bordo de un helicóptero que, tras veinte minutos sobrevolando una seda turquesa, aterrizó en Tokoriki.
Allí continuamos con nuestro plan diario compuesto por una buena dosis de playa paradisiaca, unas horas de preocupación por mantener el equilibrio haciendo surf de remo, siestas repentinas, largas lecturas, miradas perdidas en el horizonte al son de nuestro Spotify y ante todo mucha risa floja. Nuestra ruta por la utopía prosiguió, esta vez con parada en Nanuku, un lugar mágico en el que sus bailes regionales y su bebida típica, kava, que se hace con las raíces de una planta, me cautivaron.
Sin duda Mundo Expedición es una agencia de viajes que consigue que tus sentidos se extralimiten y la experiencia sea imborrable. Así fue, el final más dulce nos esperaba; Vatu Vara, una isla privada propiedad de Jim Jannard, nos acogió en una absoluta intimidad, exclusividad y nos permitió conocer uno de los rincones más bellos del planeta. Belleza de excepción que días después todavía sigue intacta en mi memoria.