Tomar decisiones
Elmer Louis Winter, abogado de Milwaukee (Wisconsin), abrió en 1948 la primera gran agencia de trabajo temporal. Le puso de nombre Manpower, pese a que el personal que contrataba era mayoritariamente femenino (secretarias, estenotipistas, mecanógrafas…). A finales de los 50, Winter ya había llegado a la conclusión que el verdadero negocio estaba en reducir la plantilla de las empresas mediante la subcontratación (outsourcing).
Winter pasó la mitad de su vida visitando a los jefes de personal de las grandes corporaciones. Lo que les ofrecía era la bomba. La adaptación sin contratiempos de la fuerza de trabajo a los avatares de la producción. Pero hasta la década de los 70 Winter no se comió una rosca. Los empresarios entendían bien lo que les proponía. Pero tenían muy cercana la Gran Depresión de los años 30 y el mal recuerdo que había dejado entre la gente. La “lealtad” de los patronos hacia sus plantillas era muy alta. Y así siguió hasta que la ciencia de la gestión empresarial fue asaltada por la lógica de las finanzas en los 70. Los resultados antes que la producción. El corto plazo antes que el largo plazo.
Louis Hyman, experto en relaciones laborales, cuenta esta curiosa historia sobre Manpower en su libro “Temp: How American Work, American Business and American Dream became temporary”. Hyman razona que la temporalidad, llevada hoy al paroxismo con los empleos a la demanda (sea repartidor,
La gran crisis financiera del 2008 se resolvió sin que se encontraran ni se buscaran presuntos culpables
traductor o conductor) no es una consecuencia inevitable de los avances tecnológicos. No es un imponderable de la modernidad. La temporalidad en el trabajo fue una opción. Una opción que abrió paso a un nuevo mercado laboral.
La historia económica está llena de cosas así. La economía sigue caminos que parecen continuidades, pero en realidad son rupturas. Opciones que pasan a engrosar el “sentido común” y que acaban por impregnar a las instituciones. Estos días se cumplen diez años de la quiebra de Lehman Brothers. Hace diez años las voces más autorizadas eran muy optimistas. Calificaban aquel periodo de Gran Moderación. Y sonroja recordar que en aquel 2008, el Nobel Rober Lucas decía que el objetivo fundacional de la macroeconomía, la prevención de las recesiones, había llegado a su fin. “Se ha resuelto durante décadas” dijo.
¿Qué ha cambiado en los diez últimos años? John Lanchester, el escritor que mejor ha escrito sobre el dinero y el crédito (Capital, ¡Huy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar) singulariza algunas de las rupturas de ese último periodo. Todas discutibles, claro. Una de ellas, la austeridad (unos la han sufrido más que otros). Otra, la impunidad del mundo financiero: la crisis se resolvió sin que se encontraran ni se buscaran culpables. Y, finalmente, la pérdida de la moralidad en la vindicación del sistema. Hace diez años se defendía el capitalismo porque era el mejor mundo posible. Ahora se le defiende porque no hay más. Porque es lo que hay y así es la vida. Con cinismo y pesimismo. En estas circunstancias, nadie debe extrañarse de que las cosas vayan como van.