Miradas que interpelan
DECÍA el filósofo (Nietzsche) que, si miras largo tiempo al abismo, el abismo acaba mirándote a ti. Estamos perdiendo la mirada sobre las cosas: preferimos captarlas en nuestro móvil, igual da que sea una exposición que un paisaje. Mirar es toda una técnica que las nuevas generaciones están olvidando. La manera de mirar es básica en el cortejo o en la pasión, en la indiferencia o en el rechazo. A las ciudades les ocurre lo que al abismo: si somos capaces de mirarlas inteligentemente, acaban interpelándonos.
Leo en The Guardian una crónica crítica de Barcelona. Stephen Burgen es el autor del relato y, tras hacer el elogio de la metrópoli –“Barcelona continúa siendo una ciudad bella, una de las más atractivas de Europa”–, asegura que está lejos de ser cool y que padece una superpoblación turística. Burgen piensa que el turismo está matando a la ciudad, convertida en un parque temático. Sería interesante que el periodista fuera en el mes de agosto a Venecia, Florencia, Amsterdam o París y se preguntara si no podría escribir lo mismo, cuando son ciudades con encanto. El fenómeno es global: el turista aborrece de la urbe porque está llena de turistas. En el fondo, el turista es una asesino más de los que matan la ciudad. Viajar es tan barato como divertido y la gente cada día se desplaza más y más lejos. Han desaparecido los paraísos o los rincones secretos. En Samarkanda o en Katmandú hay las mismas colas para ver sus templos que en la Sagrada Família.
Más interesante es la frase del articulista cuando dice que “Barcelona se ha convertido en una imitación de ella misma.” El barcelonés es narcisista y hemos abusado de construir una urbe que resulta la caricatura de nosotros mismos. Pero Barcelona no aspira a ser cool –estaría bien saber qué ciudades pueden recibir este calificativo–, sino una ciudad para vivir y vivirla. A lo mejor habrá que poner numerus clausus para entrar o hacer castings en las fronteras para serlo.