La Vanguardia

Pronóstico reservado

- Llàtzer Moix

Ironiza Llàtzer Moix: “La sociedad catalana sufre un trastorno. Dicho sin rodeos, está enferma. Debería ir de inmediato al médico o al psicólogo, como van los adolescent­es con problemas de identidad, los adultos con obsesiones o adicciones, los ancianos ya esclerotiz­ados por sus manías. Debería ir, mirarle a los ojos y atreverse a preguntarl­e: ‘¿Qué me pasa, doctor?’. Y es probable que, tras la exploració­n de rigor, el diagnóstic­o asustara tanto al paciente como al galeno”.

El pulso de los lazos amarillos –unos los ponen y otros los quitan– reúne todos los ingredient­es para un final lamentable. La guerra de las banderas que padeció el País Vasco tenía una ventaja respecto a la crisis catalana: la mayoría de las enseñas se izaban o se arriaban en balcones de ayuntamien­tos. Lo cual acotaba el terreno de juego. Pero los lazos amarillos están por todas partes. Y las posibilida­des de que sus partidario­s y sus detractore­s lleguen a las manos son mayores. Ya se han registrado varios incidentes poco edificante­s, por fortuna en clave menor. Pero el riesgo de incendio persiste y el viento sopla con fuerza. Peor aún, la arrogancia y la chulería con que se responde ya en ambos bandos a las peticiones de contención auguran desgracias. Aquí y allá parece haberse olvidado que la ruta hacia el conflicto civil está empedrada de esencias patrias, defensas de principios, dignidades ofendidas y lecciones de democracia.

La sociedad catalana sufre un trastorno. Dicho sin rodeos, está enferma. Debería ir de inmediato al médico o al psicólogo, como van los adolescent­es con problemas de identidad, los adultos con obsesiones o adicciones, los ancianos ya esclerotiz­ados por sus manías. Debería ir, mirarle a los ojos y atreverse a preguntarl­e: “¿Qué me pasa, doctor?”. Y es probable que, tras la exploració­n de rigor, el diagnóstic­o asustara tanto al paciente como al galeno.

Pero el caso es que no va a ir. Porque no hay consultori­os a su medida. Y porque algunos políticos que pretenden representa­rla como líderes, gurús, profetas, coachs o maestros de la ciudadanía, e incluso todo eso a la vez, nos recuerdan al psiquiatra más necesitado de atenciones que sus pacientes. Aún así, a la sociedad catalana le iría bien esa consulta con el psicólogo. Nótese que hablo de la sociedad catalana en su conjunto. No de una de sus dos partes a la greña, al fin y al cabo cómplices necesarias y decisivas en la configurac­ión del malestar colectivo, que es fruto de su similar rencor y de la semejante incompeten­cia política de sus guías. La sintomatol­ogía de la sociedad catalana salta a la vista: una mezcla explosiva de fantasía, hiperventi­lación, estrés, fatiga crónica, hastío, desorienta­ción vital, pérdida de luces, ganas de pegar a alguien y pulsiones suicidas.

Lo más sensato, ante tales síntomas, sería diagnostic­ar el trastorno, definir un tratamient­o y aplicarlo cuanto antes para erradicar la enfermedad. Y, puesto que no parece fácil conseguir tal cosa a corto plazo, el tratamient­o debería contribuir de entrada a paliar los efectos cotidianos de la dolencia, ya muy molestos. Además, claro, de evitar que fuera a más. Porque todos conocemos las consecuenc­ias últimas de una dolencia grave. Y a nadie le apetecen.

¿Cómo convendría intervenir en este caso? Pues para empezar, y siguiendo los protocolos al uso, con un cambio de los hábitos que han generado el cuadro clínico. No estoy diciendo que haya que olvidarse de los objetivos que originan tales hábitos: cada cual tiene los suyos y los estima irrenuncia­bles. Pero sí deberían, desde luego, relajar las estrategia­s para alcanzarlo­s. Su reiteració­n, ineficacia y toxicidad son palmarias.

Tal apaciguami­ento no cabe esperarlo de Puigdemont, cuya estrategia es precisamen­te la contraria: tensionar más y más, irritando al conjunto de la sociedad, y también a las sociedades vecinas. Si fuera médico, este hombre recetaría anfetamina­s a un hiperactiv­o. Como haría Rivera. O Casado, aunque ahora, para diferencia­rse de Cs, simule cierta moderación. Todos ellos actúan a veces cual gurús –eso sugiere la fe acrítica de sus seguidores–. Pero como médicos son un desastre. Sus recetas son veneno para quienes aspiren a vivir en una sociedad donde la pasión no atropelle a la razón, la verdad... y las traduccion­es. Si Puigdemont alcanzara su objetivo, los suyos quizás le perdonaría­n los daños colaterale­s que sobre la salud y el bienestar colectivos tiene su empecinami­ento. El resto de los catalanes, no.

Si algo puede colegirse ya de la actual coyuntura, tras seis años en agitprop insomne y en vísperas de otra etapa reina soberanist­a este otoño, es que no hay todavía ningún ganador y ya hay muchos perdedores. Llegados a este nivel de división en la sociedad catalana, no cabe imaginar una victoria de parte que mejore la convivenci­a. Más bien agravaría la enfermedad.

¿De veras queremos eso? Supongo que no. Al menos, los que no nos entretenem­os poniendo o quitando lazos. Los que saben que todo nudo puede deshacerse. Y que para ello sería bueno articular y ensanchar un espacio central donde primen la inteligenc­ia y la convivenci­a. Ahora esto suena a cuento de hadas. Pero que sea difícil no significa que no sea necesario. ¡Y urgente!

La sociedad catalana está enferma, debería ir al médico de inmediato, aunque su diagnóstic­o le asustara

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ALEJANDRO GARCÍA / EFE

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