La ciudad del hombre
La combinación de relato figurativo y trama formal concreta en la obra de arte es un mundo de referencias cruzadas francamente intrigante para el espectador. Agustín de Hipona, pensador descreído y ferviente converso tardío al cristianismo, elaboró en La ciudad de Dios una filosofía trascendente de la vida que entiende la historia como un proceso cerrado a la zaga de lo absoluto. El marxismo, por el contrario, y seguimos en el cercado de las ideologías excluyentes, propuso una filosofía de la vida terrenal y reivindicativa anclada en el momento de la acción humana y en una lectura intencional del pasado que ha persistido, metamorfoseada por las ironías de la historia, casi hasta ayer. Dos proyectos contrapuestos acerca del lugar del hombre en el mundo. El malestar en la cultura, en suma. El artista valenciano Miquel Navarro, un clásico contemporáneo al que fascinan los meandros culturales, enraíza su reflexión visual en ese entramado de utopía e intervención y fantasea una secuencia sutil de arquitecturas y volúmenes que delimitan el espacio del hombre, cierto, pero que intuyen el horizonte ilusorio de añoranzas y proyectos que configuran el mundo liberador del arte. Navarro apuesta por una ciudad del hombre que ha convertido en el signo visible de su ideal artístico, y en cuyo entorno se suceden los motivos decisivos de su quehacer.
El artista valenciano, entrado felizmente en la séptima década, mira hacia atrás y recapitula la gavilla de tendencias y realidades que definen su itinerario para profundizar en esas ciudades de memoria de presencia poderosa en una esfera plástica ahora personalizada: rigurosas construcciones geométricas que actúan como heraldos antiguos y evocan, por ejemplo, Ur de los caldeos y las sencillas tracerías urbanas de las ciudades mesopotámicas, pero con una diversificación espacial y tonal abiertamente postmoderna. La ciudad enigma sigue siendo, a mi entender, la columna vertebral del ejercicio plástico de Navarro, que recupera en esta ocasión a través de otro concepto clarificador: la fluidez. Fluidos es el título que orienta la tensa dinámica entre la ciudad y el hombre vertebrando la compleja retrospectiva que presenta la Fundación Bancaixa en València, comisariada con destreza por Lola Durán. La ciudad como el territorio del hombre histórico e imagen del eterno fluir en el que coinciden movimiento y acción, naturaleza, biología e historia humanas.
Elementos primarios como el agua y los fluidos corporales –sangre, saliva, orina, sudor– se entremezclan en el hilo rojo de la vida, y fluyen silenciosamente en un ámbito urbano imaginado. Unos contundentes desnudos destacan transparentes de deseo y danzan confusos en una filmación inédita del propio artista. Sobrepuestos al haz de las figuraciones y otros elementos gráficos significativos –calle, avecuerpo nida, autopista– por los que discurre imparable el siglo XXI.
La retrospectiva cubre los años 1976-2018, y apunta casi medio siglo de oro en la cultura artística valenciana y en la actividad pública de Miquel Navarro, sin duda. Un juego sagaz de indicios sensibles activos por los que transita la emoción, el placer y la nostalgia de una infancia feliz y cercana en un relato evocador e incisivo. Para Miquel Navarro “sentir es construir”. Retornan, así, viejos motivos cerámicos de verdad artesanal y grafía imaginativa que descubren el barro –otro flujo ancestral como el agua en el huerto familiar–. El barro apelmazado, amasado, moldeado se convierte en arma arrojadiza en los desafíos infantiles entre el chapoteo y la sorpresa de la ductilidad de la materia. Entrelazados, además, en secuencias retrospectivas se recogen ahora los momentos evolutivos del artista: la ciudad, el paisaje y el humano. Una deriva artística transparente en su significación: la ciudad es refugio y defensa, el paisaje desafío y liberación, el cuerpo humano evoca plenitud y trasgresión, sexo y misterio, satisfacción y hastío. El paradójico conflicto entre la ciudad moderna, un híbrido orgánico, y el cuerpo: arterias, venas, nervios, frente a la cartografía urbana de calles y avenidas que comparten una inquietante sensación de inestabilidad. “La armonía y el colapso”.
Destaca a primera vista, en el despliegue de la muestra que visito en estos días, la disposición de las obras que dominan el limpio espacio de percepción imprescindible para disfrutarlas, particularmente en la reconstrucción y aventura de ciudades y pasajes secretos. Los impresionantes totems escultóricos públicos, algunos de tres metros de alzada, en madera compacta o aluminio macizo, desafían el campo de batalla en que se desarrolla la dramatización artística: vigías, atalayas y torres en guardia. Al igual que, en otra dirección quizás más próxima, nos sorprenden las figuras en barro, zinc y aluminio que llegan del laboratorio mágico del artista. La ciutat, la primera es de 1973, Espai de batalla, La ciutat de les torres y el espléndido panorama de 2018 Marjal. Son obras cardinales flanqueadas en el espacio expositivo por trabajos sobre papel –acuarela, dibujo, fotografía–, junto con unas soberbias pinturas planas y sugerentes con un punto de figuración convertidas en testimonio inmediato del acto creativo. Un arte, si queremos, más directo que metafórico subraya lo que sabemos de antiguo: Miquel Navarro es un pródigo hijo de Saturno, como llamaban los antiguos al escultor, de mente alerta y mirada ávida. Casco de avispa y Campo rojo son ejemplos señeros de una confabulación surreal y sorprendente.
Años atrás Miquel Navarro titulaba el discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando Juegos de la infancia, donde se fragua el arte, y donaba a la institución una obra magnífica en zinc de más de dos metros –Cabeza rampa– acompañada de un elocuente apunte biográfico en clave: “Memoria de una historia única solitaria y colectiva…. en un paisaje impertérrito”. Bien mirado una confidencia, tal vez una premonición antigua y un proyecto vivo todavía abierto afortunadamente. El artista valenciano es hoy un clásico indiscutido, insisto, un maestro de artistas, aunque no quiera oírlo.