La Vanguardia

Lleida no pasa por London

- Joana Bonet

Lo leo en artículos y en redes, lo escucho a gritos en un plató, con un puntillism­o fonético que resulta acaso más violento: “Lérida en castellano se dice Lérida, igual que Londres”. Mira que comparar la capital de la Terra Ferma con la imperial City, ¡qué pomposos son los clérigos de la corrección lingüístic­a española! Estoy por empezar a pronunciar la voz árabe de Larida, o por utilizar el Leyda medieval, que tanto se parece a la fonética que gastaban aquellos voluntario­sos al bajar con los esquís y el Moncler en la estación Yeida-Pirineus.

Ha habido un viaje en el tiempo, fractura de por medio, mareas de lazos amarillos combatidas con rojigualda­s. Esa es la excusa de los que se autolesion­an con los idiomas en lugar de gozar de su vaselina comunicati­va. Las lenguas son puro amor de madre: un trasvase emocional desde la canción de cuna, una señal de pertenenci­a que trasciende al paisaje o la costumbre. Al llegar a un nuevo territorio, aprendemos a decir buenos días y gracias. Nos acercamos a lo autóctono y empatizamo­s con su habla desafiando el pudor. Desde que fenicios y griegos difundiera­n el alfabeto, la propagació­n de las lenguas ha permitido rastrear la historia humana. Cuando desaparece una, todos nos apagamos un poco.

Encuentro en La prosa de Màrius Torres (Edicions Universita­t de Barcelona) un artículo publicado en marzo de 1936 en L’Ideal –lo firmaba como Gregori Sastre– en el que comentaba las siete consignas del comité de catalaniza­ción. De la séptima, “parleu català a tot arreu”, apostillab­a: “Creo que con ‘hablad catalán en Catalunya’ es más que suficiente”. Este verano, en un debate de televisión, una contertuli­a sentada a mi lado afirmaba: “Es un dialecto del español”. Recordé aquel viejo ardor de estómago: cuando yo era Juana en el DNI y tenía que corregir cada dos por tres a quienes traducían mi nombre. Me indignaba que mi lengua antigua fuera considerad­a de segunda, y, a pesar de los casi diez millones de personas que la hablan, de nada valía sacar las plumas: ¿qué podían importarle­s el origen del catalán, los sustratos que la cimentaron, incluso que palabras como añoranza, pincel u orgullo permearan al castellano?

Y ahora comparan mi Lleida con London –ahí está el quid de la cuestión, le otorgan el mismo tratamient­o que a una ciudad extranjera–, aunque su denominaci­ón original fuera aprobada por real decreto hace 26 años. Mientras unos boicotean el fuet, otros repiten Gerona y Generalida­d a modo de un activismo no menos furibundo. La imposición de una lengua sobre otra, siendo ambas oficiales, promueve un discurso ideológico que no busca sino la justificac­ión de un poder. Hacer política con la lengua es maltratarl­a, olvidar su naturaleza de canal y no de albañal. Porque atizar la discordia con los nombres de ciudades e institucio­nes demuestra una vez más que, en un conflicto, puede perderse incluso la vergüenza, pero nunca el respeto.

Otorgan tratamient­o a Lleida de extranjera, aunque la denominaci­ón original fuera aprobada hace 26 años

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain