La memoria hecha ceniza

LAS naciones no pueden perder su orígenes, porque ello les puede dejar sin identidad. Somos nuestra memoria, pero también la de nuestros antepasados. Y estamos obligados no sólo a conocer nuestra historia, sino también a preservarla. El incendio del Museo Nacional de Río de Janeiro, uno de los más antiguos de Brasil –fue creado por el rey Juan VI en 1818 cuando el país aún era una colonia portuguesa–, es una tragedia para los cariocas. Pero también para la humanidad. La institución reunía más de 20 millones de piezas, desde el esqueleto humano más antiguo de América, conocido como Luzia (de 12.000 años de antigüedad), hasta los restos del dinosaurio más grande encontrado en el país, pasando por el meteorito Bendegó (de cinco toneladas), uno de los mayores caídos en la Tierra. Pero también una importante serie de momias egipcias, adquiridas por el emperador Pedro I, esculturas grecorromanas o una importante colección de arte precolombino. Además de una muestra de especies disecadas de Brasil. Diariamente era visitado por miles de personas, pero, tras el voraz incendio, sólo quedan los muros del museo. Y una profunda tristeza, al ver que se ha perdido una parte del legado cultural brasileño.

El azar juega malas pasadas, pero no es menos cierto que las autoridades del país no han sabido custodiar convenientemente su historia. La falta de apoyo financiero de la entidad resultaba evidente: el museo no recibía los cien mil euros que necesitaba para su conservación desde hacía cuatro años. La tercera parte de sus salas estaban cerradas por carecer de recursos. Y recientemente hubo una huelga de empleados de la limpieza del recinto que obligó a cerrarlo durante diez días.

El director del centro ha dicho que se trata de una catástrofe insoportable. Son 200 años de memoria hechos ceniza. Es difícil pensar que las generaciones futuras vayan a perdonar a los responsables políticos su falta de responsabilidad, de compromiso y de conciencia.