La Vanguardia

¿Gala de estrellas o de fin de curso?

- Maricel Chavarría

Si por algo se distinguen las galas del IBStage en el Gran Teatre del Liceu es precisamen­te por el conjunto de estrellas internacio­nales del ballet que sus organizado­res logran convocar. Se trata, claro, de celebrar un fin de curso. El de un stage considerad­o de los de más nivel en el mundo. Sin embargo, es la relevancia de las figuras que acuden y se suman a estos jóvenes talentos lo que convierte estas galas en un evento digno de llenar el vacío estival liceísta. Y digno también de ser un escaparate para que una ciudad como Barcelona, que lleva décadas de espaldas al ballet clásico, tenga la ocasión de ver lo que se hace fuera.

Así pues, la fórmula alquímica que Leo Sorribes y Elías Garcia, director y codirector artístico, pusieron en práctica hace ya nueve años (es el cuarto en que alquilan para ello el Liceu) se ha ido poco a poco afianzando. Pues cuando uno convoca a estrellas como Julie Kent, Marianela Núñez, Daniil Simkin, Vadim Muntagirov, Lauren Cuthbertso­n (por citar algunos nombres de ediciones pasadas) o a toda una Polina Semionova, en la edición del pasado fin de semana, es porque quiere atraer a un público generalist­a dispuesto a pagar la entrada para deleitarse con un carrusel de grandes figuras.

Si en cambio lo que se persigue es hacer lucir el buen trabajo que hace IBstage, con la dirección de la ex estrella del American Ballet Xiomara Reyes y de Elías García, entonces la gala está más cerca de convertirs­e en una celebració­n de fin de curso. Algo por lo que el público difícilmen­te acabaría pagando la entrada al Liceu. Por muy bueno que sea el nivel, y lo es, como espectácul­o está más dirigido a familiares y amigos de los estudiante­s del stage –increíble cómo son capaces de viajar desde la otra punta del mundo para no perdérselo– y acaso incluso a profesiona­les del sector, pues no deja de ser un buen ejemplo académico.

Ahora bien, si en una gala de dos horas como la citada, en la que bailaban una decena de figuras, como la mencionada Semionova, estrella del Staatsball­ett Berlin, o la étoile de la Ópera de París Myriam Ould Braham, se destinan 50 minutos a la exhibición de los jóvenes talentos que han cursado el stage, el acto corre el riesgo de irse al traste. Máxime cuando en la segunda parte salen los estudiante­s 15 minutos al principio, con las variacione­s en grupo de

El corsario, y 15 minutos más con

Paquita... como final de fiesta. De esta manera al público se le impidió despedirse con el gran sabor de boca que dejaba Semionova el sábado con La muerte del cisne, o el domingo una sensaciona­l Rebecca Storani –la figura destacada del Ballet de Catalunya– y Dmitri Zagrebin, del Royal Swedish Ballet, en el triunfal paso a dos de Don Quijote.

Pero más allá de las necesidade­s del público, que no deja de ser la razón última de estas galas, no se comprende que se deje caer sobre los hombros de estos jóvenes la responsabi­lidad de poner el broche final a una velada tan exigente y con tanto papel, lo que hace posible que acaben cometiendo errores. Un flaco favor para ellos y una decepción para el público generalist­a.

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