La Vanguardia

Agua, pan seco y torturas a diario

Treinta rescatados por el ‘Open Arms’ inician en Reus el camino para conseguir el asilo

- ROSA M. BOSCH Reus

EL DÍA A DÍA DE PATRICE Clases de castellano; fútbol, si las heridas lo permiten, y castells con los Xiquets de Reus

SU PLANES DE FUTURO “Tener un trabajo, de lo que sea, lo único que quiero es hacerlo bien y que estén contentos de mí”

Desde aquel mes de febrero del 2016 en el que cumplió los 20 años y dejó a su familia en Burkina Faso, Patrice ha vivido mil vidas. Ha sufrido la violencia más atroz y también ha recibido la ayuda altruista de un desconocid­o. Patrice forma parte del grupo de 60 náufragos que fueron rescatados el pasado 30 de junio por el Open Arms, delante de la costa libia, y que ahora está en Reus siguiendo la primera fase del plan estatal de acogida para las personas solicitant­es de asilo.

Patrice es un nombre ficticio. Este joven de 22 años quiere empezar de cero sin que lo identifiqu­en nunca más como el protagonis­ta de una historia de terror. “Patrice y las otras 59 personas del Open Arms pasaron de estar a la deriva a ser recibidos en Barcelona como estrellas de Hollywood. Hay que ir paso a paso”, comenta Óscar Revilla, director del centro de acogida de Reus gestionado por la Comissió Catalana d’Ajuda al Refugiat-CEAR.

Patrice se trasladó en agosto de la residencia Blume de Esplugues de Llobregat a Reus junto con otros 29 compañeros del Open Arms con los que comparte a diario clases de castellano, castells dos tardes a la semana y fútbol, aunque menos de lo que le gustaría a causa de las secuelas de las palizas y los navajazos que le propinaron en Libia. Si su petición de protección internacio­nal prospera, aspira a perfeccion­ar su castellano, aprender catalán y tener un trabajo, “de lo que sea, lo único que quiero es hacerlo bien y que estén contentos de mí”.

El viaje que culminó en Barcelona el pasado 4 de julio se inició en el 2016, después de que su abuelo falleciera en el atentado yihadista del 15 de enero en Uagadugú, según cuenta. “Mi padre murió cuando yo tenía 13 años, y mi abuelo, que era panadero, se hizo cargo de nosotros, de mi madre y mis hermanos, hasta que él también perdió la vida. La situación era de violencia en mi país, yo soy cristiano”, detalla en los jardines de la casa Rull, un edificio proyectado por Lluís Domenech i Montaner que forma parte de la ruta modernista de la ciudad.

Tras una breve incursión en Ghana, Patrice regresó a Burkina Faso y decidió que su objetivo era llegar a Argelia, buscar allí un trabajo. “Ni me planteé ir a Europa, no tenía dinero. Salí en marzo del 2016 de Uagadugú, crucé la frontera de Níger y llegué primero a Niamey y después a Agadez. Allí ofrecí a los traficante­s lo único que tenía para que me llevaran a Argelia, 60.000 francos CFA (unos 91 euros)”. Sigue relatando que el conductor y su acompañant­e, armados con kaláshniko­vs y machetes, cambiaron la ruta y se dirigieron a Libia. “Si no estás de acuerdo, te pego un tiro o te dejo sin agua en el desierto”, amenazaron sin contemplac­iones.

“Today is another day” (Hoy es otro día), reza la camiseta que luce Patrice el día de la entrevista, un atardecer de este septiembre. Una metáfora de su reciente pasado. Cuando los dos sujetos dejaron al grupo en el monte, cerca de la ciudad libia de Sabha, no le pasó por la cabeza que cumpliría allí, encerrado en una suerte de calabozo del pánico, sus 21 y 22 años.

De hecho, poco después de que le dejaran en Sabha encontró un empleo en la construcci­ón de un edificio. Trabajaba 18 horas al día, pero estaba contento porque le pagaban. Las esperanzas se esfumaron para él y otra treintena de personas a las dos semanas. “Vinieron unos hombres armados, dispararon al aire y nos dijeron que nos metiéramos en el coche. Los cinco que intentaron escapar fueron abatidos. Nadie más se puso a correr. De los 37 que éramos, quedamos 32 vivos”.

Al llegar a esta parte del relato baja la cabeza. Pero sigue explicando con sumo detalle, en un perfecto francés, cómo sobrevivió los siguientes 22 meses. “Nos metieron a los 32 en una habitación sin ninguna ventana. No había espacio, así que no podíamos ni estirar las piernas. Sólo había un bidón de agua. No sabíamos qué pasaba. Pensamos que no podían ser policías pues habían asesinado a cinco hombres. Supusimos que eran mafiosos. A los tres días, nos tiraron pan seco y nos dieron un teléfono para que pidiéramos a nuestras familias que ingresaran 5.000 euros en una cuenta. A los que no se acordaban del número los mataron”.

“Yo les dije que intentaría conseguir el dinero, pero mi madre nunca ha visto ni un euro. Nos golpeaban cada día con palos de madera y barras de hierro, nos pegaban navajazos. Quieren que sufras, pero te quieren vivo, muerto no vales nada. Pasaron dos meses y nadie pagó. Rebajaron de 5.000 a 1.000 euros. Cuatro personas ya habían fallecido y los dejaron varios días en la celda con nosotros”.

Todavía muy delgado y con cicatrices en la cabeza, en un hombro y en otras partes del cuerpo, insiste, como justificán­dose, que era imposible escapar. “De los 32 que entramos juntos sólo salimos vivos once. Pero había otras celdas. Llegó un momento en que me acostumbré. Eso era mi casa, sentía que no era dueño de mi vida, que ellos decidían si vivía o moría, que no tenía elección. Estaba convencido de que no saldría nunca, apenas podía andar”.

Una noche los carceleros, “borrachos y drogados”, no cerraron bien la puerta. “¡Fue un milagro!”. Pero tras 22 meses cautivos, sin apenas moverse, el miedo se apoderó de ellos. Las piernas no respondían. Algunos prefiriero­n no huir.

Él escapó ensangrent­ado y muy débil. El azar hizo que topara con un anciano, Mahamad, quien lo acogió y lo cuidó durante dos meses. “Cada día me traía agua caliente para que pudiera sacarme la costra que tenía en la piel por las heridas y la suciedad”. Fue Mahamad quien lo acompañó a Trípoli y pagó para que pudiera zarpar rumbo a Europa. Habían pasado dos años y tres meses desde que salió de Burkina Faso. Sueña con reencontra­rse algún día con Mahamad, que podría haber viajado a Egipto.

“Cuando me rescató Guillermo –coordinado­r médico del Open

Arms– me cayeron las lágrimas. ¡Pero eran de emoción!”, afirma con una sonrisa. El recuerdo de los buenos momentos se ve arrinconad­o por las imágenes de sufrimient­o. Cuando asoma el dolor se pone las gafas de sol y baja la cabeza.

Los talleres, los encuentros con voluntario­s, las clases, las salidas para jugar a fútbol y los castells con los Xiquets de Reus llenan su día a día. “Me gusta estar en la pinya, pero me pongo en un extremo, por las heridas”, subraya camino de casa.

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XAVI JURIO Patrice, nacido en Burkina Faso hace 22 años, durante la entrevista la semana pasada en Reus
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