Barcelona no tiene Estado
Hace unas semanas Sergio Vila-Sanjuán lanzó una alerta desde aquí: el archivo histórico de la editorial Anagrama quizás no tenga la Biblioteca de Catalunya como destino final. Hace pocos días, en paralelo, otro pilar del periodismo cultural –Juan Cruz– escribía un largo artículo exponiendo la política de archivos literarios de la Biblioteca Nacional: enumeraba algunos de los legados que últimamente han recibido (tanto adquisiciones como donaciones, valdría entre otros por los de Beatriz de Moura, Luis Goytisolo o Margarit) así como las nuevas infraestructuras que permitirán custodiarlos en condiciones.
El contraste entre una y otra información debería entristecernos, pero no sólo. Más que determinar quiénes son los responsables de esta descapitalización, quizás habría que extraer una conclusión de largo alcance: la histórica capitalidad editorial de Barcelona no cuenta con un Estado que la apoye. Y Estado lo es tanto el central como la Generalitat. Porque la Generalitat, según el abollado Estatut vigente, es Estado. Y sin un Estado a favor, Barcelona perderá su fuerza y podría entrar en una dinámica provincializadora mientras Madrid, apuntalando su capitalidad financiera y sin perder ni gota de musculatura funcionarial, se va y se va.
El caso Anagrama sólo es uno y el barcelonismo del Capitán Herralde una esperanza, pero del caso podríamos hacer categoría. Conviniendo que ayer y hoy Barcelona ha acogido un potente ecosistema editorial que irradia al conjunto de España y se proyecta a Latinoamérica, la eficiencia dice que los gobiernos deberían priorizar políticas de reforzamiento de este sector estratégico. También políticas que potenciaran, para seguir con el caso, la investigación universitaria: si un gobierno sabe hacerse con un legado de un autor o un editor, la apuesta por un determinado destino responderá a una decisión de Estado determinada y localizará así un centro de investigación preferente. Y ahora mismo el Estado, en la Moncloa y en el Palau de la plaza Sant Jaume, no juega a favor de la capitalidad editorial.
Más ejemplos. En torno a los Juegos del 92, cuando a gusto o a disgusto se produjo una alineación institucional virtuosa en torno al proyecto olímpico, Barcelona se ganó la condición de ciudad nodriza de deportistas de élite. Pasados los años, sin embargo, la inversión sostenida del Estado central ha languidecido indefectiblemente. ¿Más? Más. Parece difícil discutir que, por muchos motivos, Barcelona es un pool de primer nivel en relación con la investigación biotecnológica. A pequeña escala, una política cultural lógica con el fin de visualizar el apoyo estatal al sector –un sector medular de la nueva economía– sería propulsar el Museu Nacional de Ciències. Pero a la hora de contrastar prioridades con hechos se descubre que la Generalitat se ha descolgado de sus compromisos presupuestarios con el museo. Claro que el Estado central también se descolgó del compromiso con los equipamientos culturales transferibles a través de un fondo de bicapitalidad: quince millones de euros que ni están ni se los espera.
A gran escala, para reanudar con lo relacionado con el sector biotecnológico, dicha falta de visión institucional conjunta ayuda a explicar la pérdida de la sede de la Agencia Europea del Medicamento. En este último caso, como en tantos temas (como en tantos consorcios), los recelos y las suspicacias enquistadas entre Gobierno central y Generalitat no están sumando sino restando para que al fin perdemos todos. ¿Lo arreglaría la reactivación de comisiones interadministrativas? Ayudaría, pero siguen bloqueadas. Y es una lástima porque, cuando se consigue preservar y consolidar la lealtad institucional, el potencial simbólico que Barcelona tiene por el mundo –lo muestra la red de complicidad con alcaldes de grandes metrópolis (de París en Nueva York pasando por Londres)– puede canalizarse, más allá del turismo, en beneficio no sólo de la nueva economía global con sede local sino también del conjunto de la ciudadanía metropolitana.
Pongamos, para acabar, un caso positivo: el Mobile. Superada la visión naif con que lo juzgaba el colauisme antes de mandar, esta apuesta estratégica se aisló de las turbulencias del año pasado gracias a una cuidadosa diplomacia de Estado (gracias, en parte, a la complicidad del liberal Lassalle –en tanto que secretario de Estado para la Sociedad de la Información, ya decapitado por el Gobierno Sánchez–). Y la consolidación de esta Fira en la Gran Barcelona, en consecuencia, ha permitido al Ayuntamiento sacar adelante una serie de políticas que benefician al conjunto de los ciudadanos.
Barcelona lo tiene casi todo a favor para consolidarse como una ciudad referencial en el mundo. Puede ser también un motor democratizador continental y podría actuar como un conector para normalizar el conflicto territorial. No hay ciudad del sur de Europa que pueda competir con su atractivo. Pero para que su capital simbólico se convierta en realidad hace falta, ante todo, que tenga el Estado a favor. Ahora que todo el mundo lo reivindica, habrá que convenir que este fue el eje de la idea política de Barcelona de Pasqual Maragall.
El Estado, en la Moncloa y en la plaza Sant Jaume, no juega a favor de la capitalidad editorial de Barcelona