Derivadas económicas
Las brechas sociales ocasionadas por una mala gestión económica pueden repercutir en la vida política de un país, una situación que el profesor Robert Skidelsky ha detectado en varios gobiernos occidentales: “Aunque las innovaciones tecnológicas que los mercados promueven aportan beneficios reales a largo plazo, tienden a dejar mucha destrucción económica y social a su paso. Y las elecciones del mercado tampoco son el único interés de la gente. Una vida enteramente dictada por los mercados estaría privada de sentido”.
La mala economía engendra mala política. La crisis financiera global y la fallida recuperación que le siguió dieron alas al extremismo político. Entre el 2007 y 2016, el apoyo a partidos extremistas en Europa se duplicó. En Francia la Agrupación Nacional (ex Frente Nacional), en Alemania Alternativa para Alemania (AfD), en Italia la Liga, en Austria el Partido de la Libertad (FPÖ) y en Suecia los Demócratas: todos estos partidos hicieron avances electorales en los últimos dos años. Y ni siquiera mencioné a Donald Trump o el Brexit.
Es verdad que las tensiones económicas no alcanzan para explicar esta explosión del extremismo político. Pero la correlación entre fenómenos económicos adversos y la mala política es demasiado notoria para ignorarla.
Por mala política entiendo el nacionalismo xenófobo y la supresión de las libertades civiles internas, que se ven en países con gobiernos populistas. Por buena política entiendo el internacionalismo, la libertad de expresión y la gobernanza responsable que prevalecieron durante la era de prosperidad de la posguerra. Llamémoslas democracia iliberal y democracia liberal, para abreviar.
Por mala economía entiendo permitir a los mercados financieros dictar lo que sucede en la economía real. La buena economía, en cambio, reconoce el deber de los gobiernos de proteger a la ciudadanía de tensiones, incertidumbres y desastres.
A los liberales se les hace muy difícil aceptar que la mala política puede producir buena economía, y que la buena política puede producir mala economía. Sin embargo, Hungría ofrece un claro ejemplo de lo primero. Bajo el primer ministro Viktor Orbán, el país se ha vuelto cada vez más autoritario. Pero el programa económico del Gobierno, la Orbánomics, tiene una sólida base keynesiana. Del mismo modo, la buena política puede sin duda coexistir con la mala economía: las políticas de austeridad del ex ministro de Hacienda británico George Osborne condenaron al Reino Unido a años de estancamiento.
A los nacionalistas les resulta más fácil que a los liberales seguir políticas de protección social. Por supuesto, esto incluye históricamente a los nazis (que eran nacionalsocialistas) y a Mussolini, que comenzó su vida política como un activista socialista. Los liberales, en tanto, defienden el libre movimiento de bienes, personas e información, mientras que la política nacionalista trata de restringir las tres cosas.
Es verdad que los partidos de extrema izquierda también han hecho avances tras la recesión que siguió a la crisis. Pero la historia sugiere que el principal beneficiario de los episodios de ruptura política y social es el nacionalismo, y es fácil ver por qué. El socialismo clásico es descendiente del internacionalismo liberal, es decir, es un credo globalizador que, en principio, no reconoce fronteras nacionales. Pero frente a quiebres económicos a gran escala, es precisamente el internacionalismo lo que queda en entredicho. Al no estar atado a la política nacional, no rinde cuentas a nadie. Así que en un colapso del sistema internacional, los nacionalistas pueden presentarse como la única alternativa.
Debido a esta dinámica, la izquierda tiene pocas opciones buenas. Igual que el centro liberal, no puede explotar la hostilidad popular contra los inmigrantes y los refugiados; pero por otra parte, si intenta recalcar los beneficios de la inmigración, puede incentivar el apoyo a los partidos xenófobos.
No habría nada que objetarle al liberalismo económico si el libre mercado cumpliera la promesa de satisfacer las preferencias individuales por obra de la “mano invisible” de Adam Smith. El problema, como Joseph Schumpeter comprendió, es que incluso aunque los mercados funcionan a menudo como se supone que deben hacerlo, también son altamente disruptivos y propensos a crisis periódicas.
Además, aunque las innovaciones tecnológicas que los mercados promueven aportan beneficios reales a largo plazo, tienden a dejar mucha destrucción económica y social a su paso. Y las elecciones del mercado tampoco son el único interés de la gente. Una vida enteramente dictada por los mercados estaría privada de sentido.
Algunos analistas creen que somos testigos de la segunda venida del fascismo. Personalmente, no me atrevería a formular semejante predicción. La Gran Recesión no fue ni por asomo tan mala como la Gran Depresión de los años treinta, ni se produjo después de una guerra devastadora.
Lo que sí diría es que la mala economía hace más probable que la mala política pase de los márgenes al centro de la escena (como hizo el nacionalsocialismo alemán entre 1928 y 1930). Que los malos partidos lleguen al poder –y cómo lo ejerzan– depende de muchos factores. No hay duda de que el grado de tensión económica importa. Pero también importan la legitimidad y la capacidad de adaptación del sistema político establecido, el alcance de la provisión de prestaciones sociales, la política electoral, el liderazgo político y el contexto internacional.
El veloz ascenso actual del extremismo debería obrar de advertencia. Debemos desacoplar la buena política del liberalismo de la mala economía del neoliberalismo que produjo el desastre de 2008. Esto implica restaurar la clase de economía que prevaleció entre los años cuarenta y los setenta, hasta que acabaron con ella el presidente Ronald Reagan en Estados Unidos y la primera ministra Margaret Thatcher en el Reino Unido. Friedrich Hayek se equivocó al sostener que la socialdemocracia keynesiana es un camino a la servidumbre; por el contrario, es el necesario antídoto.
Una buena economía en nuestra época haría tres cosas: prevenir colapsos de la magnitud del de 2008; movilizar una sólida respuesta anticíclica a cualquier colapso que se produzca; y escuchar las demandas populares de justicia económica.
En tanto, preservar la buena política actual demanda prestar atención urgentemente a cuatro temas: los límites políticos y sociales de la globalización; la financierización de la economía real; el papel de la política fiscal y monetaria; y la desvinculación entre la retribución y el trabajo en una era de automatización acelerada.
Mal harán los defensores del liberalismo –y quienes se sitúan a su izquierda– en ignorar estas cuestiones.
A los liberales se les hace muy difícil aceptar que la mala política puede producir buena economía (Hungría) y al revés
Hay que restaurar la clase de economía que prevaleció hasta que Reagan y Thatcher acabaron con ella en los setenta