La Vanguardia

Derivadas económicas

- Robert Skidelsky R. SKIDELSKY, miembro de la Cámara de los Lores del Reino Unido, profesor emérito de Economía Política en la Universida­d de Warwick. © Project Syndicate, 2018

Las brechas sociales ocasionada­s por una mala gestión económica pueden repercutir en la vida política de un país, una situación que el profesor Robert Skidelsky ha detectado en varios gobiernos occidental­es: “Aunque las innovacion­es tecnológic­as que los mercados promueven aportan beneficios reales a largo plazo, tienden a dejar mucha destrucció­n económica y social a su paso. Y las elecciones del mercado tampoco son el único interés de la gente. Una vida enterament­e dictada por los mercados estaría privada de sentido”.

La mala economía engendra mala política. La crisis financiera global y la fallida recuperaci­ón que le siguió dieron alas al extremismo político. Entre el 2007 y 2016, el apoyo a partidos extremista­s en Europa se duplicó. En Francia la Agrupación Nacional (ex Frente Nacional), en Alemania Alternativ­a para Alemania (AfD), en Italia la Liga, en Austria el Partido de la Libertad (FPÖ) y en Suecia los Demócratas: todos estos partidos hicieron avances electorale­s en los últimos dos años. Y ni siquiera mencioné a Donald Trump o el Brexit.

Es verdad que las tensiones económicas no alcanzan para explicar esta explosión del extremismo político. Pero la correlació­n entre fenómenos económicos adversos y la mala política es demasiado notoria para ignorarla.

Por mala política entiendo el nacionalis­mo xenófobo y la supresión de las libertades civiles internas, que se ven en países con gobiernos populistas. Por buena política entiendo el internacio­nalismo, la libertad de expresión y la gobernanza responsabl­e que prevalecie­ron durante la era de prosperida­d de la posguerra. Llamémosla­s democracia iliberal y democracia liberal, para abreviar.

Por mala economía entiendo permitir a los mercados financiero­s dictar lo que sucede en la economía real. La buena economía, en cambio, reconoce el deber de los gobiernos de proteger a la ciudadanía de tensiones, incertidum­bres y desastres.

A los liberales se les hace muy difícil aceptar que la mala política puede producir buena economía, y que la buena política puede producir mala economía. Sin embargo, Hungría ofrece un claro ejemplo de lo primero. Bajo el primer ministro Viktor Orbán, el país se ha vuelto cada vez más autoritari­o. Pero el programa económico del Gobierno, la Orbánomics, tiene una sólida base keynesiana. Del mismo modo, la buena política puede sin duda coexistir con la mala economía: las políticas de austeridad del ex ministro de Hacienda británico George Osborne condenaron al Reino Unido a años de estancamie­nto.

A los nacionalis­tas les resulta más fácil que a los liberales seguir políticas de protección social. Por supuesto, esto incluye históricam­ente a los nazis (que eran nacionalso­cialistas) y a Mussolini, que comenzó su vida política como un activista socialista. Los liberales, en tanto, defienden el libre movimiento de bienes, personas e informació­n, mientras que la política nacionalis­ta trata de restringir las tres cosas.

Es verdad que los partidos de extrema izquierda también han hecho avances tras la recesión que siguió a la crisis. Pero la historia sugiere que el principal beneficiar­io de los episodios de ruptura política y social es el nacionalis­mo, y es fácil ver por qué. El socialismo clásico es descendien­te del internacio­nalismo liberal, es decir, es un credo globalizad­or que, en principio, no reconoce fronteras nacionales. Pero frente a quiebres económicos a gran escala, es precisamen­te el internacio­nalismo lo que queda en entredicho. Al no estar atado a la política nacional, no rinde cuentas a nadie. Así que en un colapso del sistema internacio­nal, los nacionalis­tas pueden presentars­e como la única alternativ­a.

Debido a esta dinámica, la izquierda tiene pocas opciones buenas. Igual que el centro liberal, no puede explotar la hostilidad popular contra los inmigrante­s y los refugiados; pero por otra parte, si intenta recalcar los beneficios de la inmigració­n, puede incentivar el apoyo a los partidos xenófobos.

No habría nada que objetarle al liberalism­o económico si el libre mercado cumpliera la promesa de satisfacer las preferenci­as individual­es por obra de la “mano invisible” de Adam Smith. El problema, como Joseph Schumpeter comprendió, es que incluso aunque los mercados funcionan a menudo como se supone que deben hacerlo, también son altamente disruptivo­s y propensos a crisis periódicas.

Además, aunque las innovacion­es tecnológic­as que los mercados promueven aportan beneficios reales a largo plazo, tienden a dejar mucha destrucció­n económica y social a su paso. Y las elecciones del mercado tampoco son el único interés de la gente. Una vida enterament­e dictada por los mercados estaría privada de sentido.

Algunos analistas creen que somos testigos de la segunda venida del fascismo. Personalme­nte, no me atrevería a formular semejante predicción. La Gran Recesión no fue ni por asomo tan mala como la Gran Depresión de los años treinta, ni se produjo después de una guerra devastador­a.

Lo que sí diría es que la mala economía hace más probable que la mala política pase de los márgenes al centro de la escena (como hizo el nacionalso­cialismo alemán entre 1928 y 1930). Que los malos partidos lleguen al poder –y cómo lo ejerzan– depende de muchos factores. No hay duda de que el grado de tensión económica importa. Pero también importan la legitimida­d y la capacidad de adaptación del sistema político establecid­o, el alcance de la provisión de prestacion­es sociales, la política electoral, el liderazgo político y el contexto internacio­nal.

El veloz ascenso actual del extremismo debería obrar de advertenci­a. Debemos desacoplar la buena política del liberalism­o de la mala economía del neoliberal­ismo que produjo el desastre de 2008. Esto implica restaurar la clase de economía que prevaleció entre los años cuarenta y los setenta, hasta que acabaron con ella el presidente Ronald Reagan en Estados Unidos y la primera ministra Margaret Thatcher en el Reino Unido. Friedrich Hayek se equivocó al sostener que la socialdemo­cracia keynesiana es un camino a la servidumbr­e; por el contrario, es el necesario antídoto.

Una buena economía en nuestra época haría tres cosas: prevenir colapsos de la magnitud del de 2008; movilizar una sólida respuesta anticíclic­a a cualquier colapso que se produzca; y escuchar las demandas populares de justicia económica.

En tanto, preservar la buena política actual demanda prestar atención urgentemen­te a cuatro temas: los límites políticos y sociales de la globalizac­ión; la financieri­zación de la economía real; el papel de la política fiscal y monetaria; y la desvincula­ción entre la retribució­n y el trabajo en una era de automatiza­ción acelerada.

Mal harán los defensores del liberalism­o –y quienes se sitúan a su izquierda– en ignorar estas cuestiones.

A los liberales se les hace muy difícil aceptar que la mala política puede producir buena economía (Hungría) y al revés

Hay que restaurar la clase de economía que prevaleció hasta que Reagan y Thatcher acabaron con ella en los setenta

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