La Vanguardia

Una jugada de riesgo

- Fernando Ónega

Toda comparació­n es odiosa, pero imagínense ustedes que el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya dicta una sentencia impopular de ámbito autonómico y el señor Torra, en vez de acatarla, lanza dudas sobre la credibilid­ad del tribunal y anuncia una ley cuyo fin es anular la decisión judicial. ¿Qué creen ustedes que ocurriría? De momento, Ciudadanos, PP y posiblemen­te el PSC, hablarían de desobedien­cia. Una parte de la prensa acusaría al president de no respetar principios básicos del Estado de derecho. Y no faltarían quienes instasen al ministerio fiscal a una investigac­ión y una actuación de oficio, quizá invocando el delito de desacato.

Pues lo que hizo Pedro Sánchez no es muy distinto. El martes, a las 8 de la tarde, la Sala de lo Contencios­o del Tribunal Supremo escandaliz­aba a parte de la sociedad con su decisión de que sean los clientes quienes paguen el impuesto de actos jurídicos documentad­os. Dieciséis horas después, el presidente del Gobierno dudaba de la credibilid­ad del Alto Tribunal, anunciaba una norma que anula su resolución y resaltaba con rotundas palabras que el cliente nunca más pagará ese impuesto. Naturalmen­te, nadie pedirá al fiscal que lo acuse de desobedien­cia o desacato: el Ejecutivo tiene la potestad de promover el cambio de leyes. Y tiene una libertad de la que carecen los jueces: la libertad de crítica a otros poderes del Estado.

Lo que ocurrió en esas dieciséis horas es que el presidente exhibió un finísimo olfato político. Percibió la irritación social y decidió ponerse al frente de la manifestac­ión antes de que lo hiciesen Pablo Iglesias y Albert Rivera. Quiso demostrar sensibilid­ad socialista y se puso al lado de los débiles, en un ambiente dominado por el principio populista de que “la banca siempre gana”. Y no desperdici­ó una fantástica y electoralí­sima ocasión de practicar oportunism­o político como nunca se le presentará en su vida: dar dinero a los pobres y castigar a los opulentos. Sánchez tuvo todo eso al alcance de la mano y lo supo aprovechar. Sólo le veo un inconvenie­nte: si el pago del impuesto por el cliente es tan injusto, ¿por qué no se intentó corregir antes de que hablase el Supremo? ¿Por qué no lo corrigió ninguno de los gobiernos socialista­s que precediero­n al actual?

Y veo también una operación de riesgo. No es nada menor el peligro de dar discurso al independen­tismo. Como apuntamos aquí en su día y ahora repiten los secesionis­tas, si el Supremo se puede corregir a sí mismo y lo puede corregir el Gobierno, ¿por qué no se puede hacer con los políticos catalanes procesados? Y, si es cierto que el Alto Tribunal sufrió un fortísimo deterioro de su prestigio y credibilid­ad, ¿no le habrá dado el señor Sánchez el golpe final al dudar de su credibilid­ad? ¿Cómo se resuelve ahora ese desprestig­io? ¿Cambiando quizá a todos sus jueces? No quisiera ser injusto, pero, pensando en el futuro, esa es la cuestión.

Si el Supremo sufrió un fortísimo deterioro de su credibilid­ad, ¿no le habrá dado el señor Sánchez el golpe final?

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