Mayor control sobre Trump
TRUMP se sometió el martes a su primer plebiscito popular, en las elecciones de medio mandato, y salió de ellas con menos poder del que tenía, y con más control de la oposición sobre sus iniciativas. Eso es malo para cualquier presidente, y más para uno ególatra como Trump. En términos institucionales, el resumen de lo ocurrido es que los republicanos han cedido la Cámara de Representantes a los demócratas, al tiempo que conseguían retener el Senado. Trump tiene ahora menos fuerza, pero está lejos de haber sufrido una derrota definitiva. De hecho, en el Senado cuenta con más escaños que antes. Además, era previsible un retroceso como el que acaba de sufrir porque casi todos los presidentes reciben un voto de castigo en el medio mandato. Clinton sufrió una debacle en 1994 –los demócratas perdieron las dos cámaras del Capitolio– y Obama perdió la Cámara de Representantes en el 2010, lo que no fue óbice para ser reelegidos.
Debido al nuevo reparto de poder, Trump tendrá ahora más dificultades, acaso insalvables, para llevar adelante proyectos estrella, como la construcción de un muro en la frontera mexicana. O como liquidar el Obamacare, la reforma que dio cobertura sanitaria a más de veinte millones de personas que carecían de ella. Con el resultado del medio mandato también será más fácil buscarle las cosquillas a Trump en la investigación especial sobre el Rusiagate (las conexiones de su equipo electoral con Rusia); o en las zonas de sombra de sus declaraciones fiscales; e incluso en sus comportamientos machistas y en los problemas legales que de ellos pudieran derivarse en el futuro. Ahora bien, de ahí a afirmar que este resultado electoral puede allanar el camino hacia un impeachment y un hipotético desalojo de la Casa Blanca, media un largo trecho. Quizás la mayoría demócrata de la Cámara de Representantes pudiera maniobrar con ese impeachment en el horizonte. Pero ese procedimiento debería, a la postre, contar con el visto bueno del Senado, cosa que, vista su nueva configuración, resulta poco menos que imposible.
Trump lleva ya dos años en la Casa Blanca. Los dos próximos los afrontará en condiciones distintas y menos cómodas. Pero más allá de lo que estas elecciones han supuesto para él, está lo que nos dicen sobre la evolución de la sociedad americana. Lo primero es que la alta participación puede interpretarse como una movilización contra los excesos de Trump. Lo segundo es que la gran proporción de mujeres que han accedido a escaños –nunca hubo tantas en el Capitolio– confirma que el movimiento #YoTambién ha propiciado un salto de escala para el feminismo. Lo tercero es que la liberalización social sigue avanzando: entre los nuevos gobernadores hay el primero homosexual declarado, y entre los nuevos congresistas hay la primera musulmana. Lo cuarto, y menos satisfactorio, es que se ha agravado la polarización de la sociedad norteamericana, debido al escoramiento derechista de Trump y, por otra parte, acierto giro ala izquierda de los demócratas. Algo que tiene su correlato en la división territorial del voto: más demócrata en las urbes, más republicano en el mundo rural. La líder demócrata en la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, hizo un llamamiento solemne a rebajar esta polarización, lo contrario de la imagen proyectada ayer por el presidente Trump, que se encaró con un periodista de la CNN en plena conferencia de prensa.
En dos años, Trump ha dado un vuelco a la política interior y exterior de EE.UU. Pero no ha logrado convencer a todos sus compatriotas. Quizás porque también en la sociedad norteamericana se dan cambios. Y no todos van en la dirección que propone Trump.