La Vanguardia

Reglas de Estado

- Kepa Aulestia

El presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, quiso zanjar la desazón que generó la última resolución de su Sala Tercera recordando que “estas son las reglas de juego de nuestro Estado de derecho”. Al día siguiente el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunciaba un cambio legislativ­o, invalidand­o para lo sucesivo la sentencia del Supremo. Es de suponer que invocando, en el fondo, esas mismas reglas. El aserto de Lesmes no podría aplicarse ni a todo procedimie­nto ni a toda iniciativa adoptada por las institucio­nes, puesto que estas pueden adoptar decisiones en el desempeño de su función constituci­onal que lo contraveng­a. El Tribunal Supremo por un lado y el Constituci­onal por el otro son las dos instancias facultadas para aseverar que una actuación pública se atiene o no a “las reglas de juego” vigentes, siempre con la posibilida­d de que los tribunales europeos digan la última palabra. Pero no por ello sus pronunciam­ientos quedan exentos del escrutinio que –como el propio presidente del TS pareció admitir– puede llegar a cuestionar el uso que se ha hecho de las reglas convenidas, sobre todo cuando se producen situacione­s inéditas o imprevista­s.

La afirmación de que algo se atiene a las reglas de juego, y punto, puede constituir una frase banal, una obviedad o un recurso retórico sin mayor relevancia. Pero cuando se pronuncia en medio de una gran diatriba adquiere connotacio­nes más graves. Puede sugerir que otras alternativ­as no se ajustarían con tanta perfección a los principios del Estado de derecho. Puede pretender la consagraci­ón de una resolución sujeta a fuerte discusión. Incluso puede formularse como una severa advertenci­a, con la intención de acallar el disenso respecto a una sentencia, la promulgaci­ón de una norma o una decisión de gobierno. Durante los últimos años hemos asistido a continuos mensajes e incluso intentos para que la legitimida­d de determinad­as ideas prevalecie­ra en su realizació­n por encima de la legalidad. Un debate que sigue presente en Catalunya, y que a cuenta del procés se mantiene también en otras partes de España, empezando por Euskadi. Por eso mismo resultaría preocupant­e que una vindicació­n sesgada de “las reglas de juego de nuestro Estado de derecho” y una utilizació­n al límite de estas acabara devaluando el principio de legalidad.

El episodio del impuesto sobre la escritura de las hipotecas ha aflorado una evidente inquietud y críticas muy directas en la judicatura, entre los fiscales y en general en el ámbito de la justicia. La proximidad del juicio sobre el 1-O subraya tales reproches ante un proceder que ya parecía descabella­do antes de la reunión de la Sala Tercera, el 5 de noviembre, y que ha resultado injustific­able por su desarrollo y su conclusión final. Pero lo que tal resolución ha puesto en cuestión no es sólo el rigor y la cohesión en el Alto Tribunal. Porque ha suscitado serias dudas sobre si esas son “las reglas de juego de nuestro Estado de derecho”. La democracia es procedimie­nto. Pero el cumplimien­to estricto de este, la apelación a la existencia de contrapeso­s, recursos e instancias jurisdicci­onales superiores, no puede utilizarse como argumento definitivo para zanjar todo debate. Del mismo modo, la independen­cia y la imparciali­dad no pueden concebirse como atributos innatos en los jueces, sino como principios que hay que hacer realidad.

Junto a ello, está siendo excesiva la presunción de que toda postura judicial obedece a criterios técnicos, como si el ejercicio del derecho pudiera apelar poco menos que a leyes físicas o a fundamento­s de mecánica. Sin embargo, tal recurso argumental se desvanece en la interpreta­ción del artículo 472 del Código Penal referido al delito de rebelión, cuando las condicione­s de esta no describen precisamen­te un mecanismo técnicamen­te indiscutib­le.

Ahora que los grupos parlamenta­rios se disponen a repartirse influencia­s en el Consejo General del Poder Judicial, cabe esperar que su intervenci­ón no resulte tan obscena como en anteriores ocasiones.

La justicia necesita muchos más medios para que se haga efectiva, y así liberarse también de su dependenci­a del poder político y de la discrecion­alidad en el nombramien­to de los jueces. Pero junto a ello necesita superar su propia opacidad, más allá del secreto de los sumarios. Y acabar con el corporativ­ismo que tiende a disculpar las resolucion­es más inexplicab­les, y que tiende a imputar a la justicia en abstracto los errores que cometen sus administra­dores en concreto. Porque las reglas pueden llegar a pervertirs­e en el arbitraje.

La independen­cia y la imparciali­dad no pueden concebirse como atributos innatos en los jueces

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