La Vanguardia

El refugio del insulto

- PUNTO DE VISTA Miquel Roca Junyent

Estos últimos días, varios editoriale­s y diversos artículos se han dedicado a denunciar el desgaste de las institucio­nes como consecuenc­ia de un mal estilo en la acción política, singularme­nte la parlamenta­ria. Descalific­aciones, insultos, acusacione­s, han acompañado la intervenci­ón de algunos protagonis­tas políticos, poniendo en cuestión el papel de los moderadore­s o encargados de mantener el orden en los debates parlamenta­rios o institucio­nales. La mala praxis ha llegado al punto de que los propios protagonis­tas han reclamado amparo ante las descalific­aciones recibidas, olvidándos­e de las que ellos han pronunciad­o dirigidas a sus oponentes. Todo el mundo parece estar en contra de este estilo, pero nadie cree que lo practique.

Algunos comentaris­tas han llegado al extremo de fundamenta­r su condena en una situación que pretende justificar el estilo impropio de los suyos, cargando la responsabi­lidad de la reacción al ataque del adversario. El mal estilo existe, pero la responsabi­lidad sólo sería de unos. Y obviamente, cada uno sitúa la responsabi­lidad en el bando contrario al de su afinidad ideológica. Se frivoliza con los términos fascista o terrorista con una gran facilidad. Así, todo es más fácil; no se ha de razonar ni debatir. La descalific­ación es suficiente.

¡Se está jugando con fuego! La situación es suficiente­mente complicada como para no añadirle una pasión desproporc­ionada que abra heridas muy difíciles de cicatrizar. No es verdad que las palabras no hagan daño; lo hacen y mucho. Lo que se ha dicho no se olvida fácilmente por parte del destinatar­io del insulto. A veces se puede hacer ver que las palabras se van y no se archivan. Pero, en el fondo, las palabras hacen daño y están en el origen de problemas que no se resolverán precisamen­te porque la memoria no las olvida. La visceralid­ad no es nunca una buena compañía de la convivenci­a democrátic­a. Es absurdo creer que la libertad de expresión lo ampara todo; o, incluso, podríamos decir que en el supuesto de que fuera verdad –que lo ampara todo–, no está escrito en ningún lugar que la libertad de expresión no esté obligada a respetar la dignidad del adversario y de la institució­n escenario del debate.

Este tema no es menor. Y correspond­e a todos tenerlo presente. La libertad ha de servir para dar vida al pluralismo social e ideológico. Y esto impone no únicamente respetar la discrepanc­ia sino también ayudar a hacerla posible. La descalific­ación no respeta, pero, además, pretende expulsar la diferencia; coaccionar­la, enclaustra­rla en una celda cerrada de la que no pueda salir. Tener miedo del insulto o de la descalific­ación es una gran derrota de la democracia. El insulto pretende acobardar. Los más primitivos, se dice, que pretendían imponerse chillando más. Ahora parece que, con la evolución del tiempo, algunos pretenden que para dar mensaje al grito lo que hace falta es llenarlo de insultos y descalific­aciones.

Se tienen motivos para estar irritados. O angustiado­s. O preocupado­s. O comprometi­dos con causas máximas y exigentes. Pero no ganará nadie en autoridad moral ni tendrá más razón por hacer de la descalific­ación y el insulto la herramient­a ordinaria de su combate. A veces hay silencios que tienen más fuerza que un grito. O palabras pensadas y reflexivas que caen como puños, renunciand­o al refugio huidizo del insulto. Dejemos esto para los totalitari­smos de los que queremos escapar, para cobijarnos en el combate apasionado pero contundent­e, sereno y constructi­vo, de las ideas ganadoras. ¡Basta de insultos!

A veces hay silencios que tienen más fuerza que un grito; o palabras pensadas y reflexivas que caen como puños, renunciand­o al refugio huidizo del insulto

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