Velázquez y su siglo de oro llegan a Barcelona
El pintor se rodea de Tiziano, Rubens o Ribera en su primera exposición en Barcelona
Velázquez, que vivió buena parte de su vida de artista recluido tras los muros de la corte, pintó a los dioses como si fueran hombres de carne y hueso, con sus defectos y debilidades dolorosamente humanas. A Marte lo retrató a tamaño natural, con una palpitante carnalidad que acentúan sus músculos flácidos, el rostro ensombrecido y melancólico, tan impropio de un dios de la guerra que reconocemos por el yelmo de su armadura, sentado sobre un lecho amoroso que parece conservar todavía el calor de su amada Venus, a quien en la exposición que dedica CaixaForum al pintor sevillano vemos completamente desnuda, reposando satisfecha, dejándose acariciar por la mirada golosa de un músico y el abrazo de Cupido en el cuadro de Tiziano Venus recreándose con el Amor y la Música.
El Celestino de este doble encuentro entre Marte y Venus, Velázquez y Tiziano, es Javier Portús, comisario de una erudición envidiable que ha convertido el desembarco de Velázquez en Barcelona en un estimulante juego de reflejos y contrastes (sus obras frente a las de Tiziano, Rubens, Ribera, El Greco, Brueghel el Viejo, Van Dyck...) que resaltan su singularidad y aportan nueva luz sobre la obra de un artista que retrató el mundo que lo rodeaba de forma tan rica y verdadera que nunca se agota. Velázquez y el siglo de oro, la exposición que reúne 59 cuadros del Museo del Prado, tal vez parezca un título excesivo si tenemos en cuenta que sólo siete de ellas llevan la firma de Velázquez, pero ese es justamente el límite de préstamos que se ha autoimpuesto el museo madrileño para su pintor estrella. “Velázquez es un hijo del Museo del Prado”, señala su director Miguel Falomir, que apunta así una de las primeras líneas argumentales de la muestra. “Era un pintor que en Europa no lo conocía nadie y fue gracias a la apertura del museo, en el siglo XIX, cuando es descubierto y se da una peregrinación de pintores que transformaron su forma de pintar y nuestra percepción de la pintura”. La consa- gración de Velázquez como “pintor de pintores” fue un proceso gradual en el que intervinieron artistas que salían deslumbrados tras su visita al museo de Madrid, como David Wilkie o Manet, así como un puñado de avispados críticos, historiadores o filósofos como Michel Foucault . También Goya, Picasso o Dalí –cuyo bigote engominado es uno de los mayores homenajes al sevillano– lo consideraron el mejor pintor de los pintores españoles.
“Pero Velázquez no se puede entender únicamente en clave española”, añade Falomir. “El primer pintor que quiso aprender de las obras de un museo fue el propio Velázquez, aunque en su caso se trataba de un museo avant la lettre ,la Colección Real”, germen del Museo del Prado, que estos días celebra su bicentenario. “Desde que es nombrado pintor de la corte española en 1623, con solo 24 años, entra en contacto con la obra colegas suyos que se movían en contextos cosmopolitas e internacionales. Era una corte con mucho poder”, receptora de obras de Tiziano, Veronés, Tintoretto, los Bassano... “Su obra crece con los privilegiados estímulos que recibió y a los que él respondió durante su carrera”. resume Portús.
Velázquez, que ha sido definido
EL SIGLO DE ORO
La muestra reúne siete Velázquez de un conjunto de 59 obras del Prado
MIGUEL FALOMIR
“Velázquez no se puede entender únicamente en clave española”
en alguna ocasión como el Shakespeare de los pintores, es un artista complejo, hermético y misterioso, especialmente esquivo a la hora de registrar sus pensamientos en escritos o cartas. Amigo además de paradojas y dobles lecturas que lo hacen doblemente fascinante. A lo largo de la exposición, que avanza en una serie de ámbitos temáticos con los que se quiere subrayar su gran versatilidad, hay momentos extraordinarios, como su retrato del filósofo Esopo, a quien muestra serio y con mirada inteligente, vestido como iría cualquier mendigo de cualquier ciudad española. Explica Portús que lo pinta así sabiendo que va a acolgar cerca del Demócrito de Rubens –como aquí, en CaixaForum–, representado como un anciano antiguo, robusto y sonriente junto a un globo terráqueo, como un personaje de ficción aparecido de la nada.
Velázquez dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a su faceta de retratista cortesano , lo que le llevó a una negociación constante entre los retos estéticos, la cultura ceremonial de la época, los ideales políticos y las expectativas que generaba la representación del rey y su entorno. Aquí vemos un retrato de un joven Felipe IV con su largo mentón todavía imberbe, ofreciendo una buscada imagen de austeridad (“sabe entender lo que se le pide y responde a las expectativas”, apunta Portús) que contrasta con la libertad –aunque igual seriedad– con la que pinta a los bufones de la corte , “sólo comparable a los autorretratos de Rembrandt , que como se trata de él puede hacer lo que quiera”, añade el comisario. Portús.
Bufón con libros y en mayor medida
El principe Baltasar Carlos, a caballo (“el retrato de un niño más inexpresivo de la historia”) es importante sobre todo por el paisaje, que según el comisario constituye “un hito en la historia del paisaje, construido en el taller pero cuya topografía es perfectamente reconocible, fruto de una experiencia real”. Está también aquí una de las obras cumbres de juventud como es la
Adoración de los Reyes Magos y uno de los blockbuster del siglo XVII,
La Sagrada Familia con santa Ana, de Rubens, un festival de afectos, con todos los protagonistas interactuando entre sí y un San José con cara de estupor como preguntándose de dónde ha salido el niño.