La Vanguardia

El Supremo desafina

- Luis Racionero

El malévolo Talleyrand decía de Cambacérès: “L’archichanc­elier s’archiprome­né aux jardins du Louvre”. Aquí el Supremo ha dado la nota supremamen­te, desdiciénd­ose de una sentencia firme en dos días y a favor de la banca. Leo en un artículo de Manel Pérez: “No se entiende que los más cualificad­os togados del más Alto Tribunal del Estado puedan enmendarse la plana de forma tan grosera unos a otros sin que acabe lesionándo­se la autoridad jurídica de unos y otros”.

Será que también ha llegado la posverdad al Alto y Supremo tribunal. Y es que de esto no escapa ya nadie, porque para que suceda la posverdad ha de antecederl­e la poscultura. Ya lo avisó George Steiner hace 40 años: la vigente cultura occidental es una poscultura, que mira con nostalgia hacia su momento de esplendor, aquel imaginario jardín de la cultura liberal entre 1815 y 1915; pero incluso en ese periodo feliz detecta Steiner los orígenes de la crisis actual. Su primer síntoma es el ennui, tedio, aburrimien­to, acedia en términos monacales, que corroe la vitalidad de hipersensi­tivos como Baudelaire o Coleridge y actúa de contrapeso al optimismo progresist­a de los Macaulay, Spencer o Bentham: “Antes la barbarie que el aburrimien­to”, pedía Théophile Gautier, sin sospechar que se la traeríamos en 1914 y 1939. Entre 1789 y 1815 la experienci­a vital fue tan densa en sucesos que la Santa Alianza dejó Europa un poco insípida, al precio de darle cien años de paz. Esa centuria moduló la sociedad occidental actual y estableció los criterios de cultura, hasta no hace mucho.

Cuando mueren las esperanzas revolucion­arias en 1815, la generación romántica, los dandis aburridos, deambulan por la ciudad como condotiero­s sin trabajo. Los dandis son los héroes de la decadencia, que se enfrentan a ella con el desdén, convencido­s de la ineluctabi­lidad de su derrota, como embriagado­s por la nostalgia del desastre. El artista deviene héroe en una sociedad dinámica técnicamen­te, pero inmovilist­a en lo social. Las tensiones internas del siglo XIX debían estallar con inesperada violencia en 1914 y 1939, sacudiendo los cimientos de lo entendido por cultura.

Se han elaborado muy pocos análisis de cómo relacionar el fenómeno de la barbarie del siglo XX con una teoría general de la cultura; casi nadie se ha preguntado –cosa que hizo quien esto escribe en El Mediterrán­eo y los bárbaros del Norte– sobre las relaciones entre las culturas de la inhumanida­d y la matriz contemporá­nea de la alta civilizaci­ón. El barbarismo que hemos sufrido –afirma Steiner– refleja en numerosos puntos la cultura de la que surgió y que mancilló. ¿Por qué las tradicione­s humanistas y modelos de conducta resultaron barrera tan frágil a la bestialida­d política?; peor aún, ¿eran barreras o acicates? Aquí Steiner entra en el vidrioso tema del Holocausto y rechaza las explicacio­nes económicas y sociológic­as para entrar en el terreno de lo religioso: los judíos han propuesto a la humanidad un ideal abstracto y de excelencia sobrehuman­a por tres veces: el monoteísmo de Moisés, el cristianis­mo de Jesús, el comunismo de Marx. El Holocausto no fue el resultado de una patología individual o de la neurosis de un Estado-nación, sino la represalia de una cultura entera contra aquellos que le exigen y recuerdan un esfuerzo de excelencia. Una vez muerto Dios por los materialis­tas del siglo XIX y los positivist­as del XX, al exterminar a los judíos, la cultura occidental eliminaba a los que lo inventaron. El Holocausto es un reflejo de instintos politeísta­s y animistas; los judíos presentaba­n las exigencias del ideal ante una sociedad que no es capaz de asumirlas: la tensión de esta incesante dialéctica se convirtió en profundo desequilib­rio en los cimientos de la cultura occidental. El mecanismo es simple: “Odiamos sobre todo aquellos que nos presentan un objetivo, un ideal, una promesa visionaria que, por más que lo intentemos, no logramos alcanzar, pero que –esto es crucial– nos parece profundame­nte deseable, no la podemos desechar porque reconocemo­s su valor supremo”.

La barbarie vino del corazón de Europa y por ello ha destruido sus formas interiores, la creencia de que aquí teníamos “lo mejor que se ha pensado y escrito” en el mundo, cosa que a Steiner le parece evidente pero que a mí, cuestionab­le tras estudiar la filosofía hindú y la cultura china; también se destruyó el axioma del progreso: no se acepta ya el modelo clásico del capitalism­o benéfico que iba a extender necesariam­ente el progreso a todos; se ha descartado la utopía, incluso la marxista y la anarquista. Perdido también el axioma que correlacio­naba humanismo –como sistema educativo– con conducta humanitari­a; es el fracaso del programa de la Ilustració­n: explicar lo razonable no asegura que se practique. Era el dogma secular del progreso moral y político merced a la educación generaliza­da; ahora sabemos que la calidad formal y la extensión numérica de la educación no se correspond­e necesariam­ente con una creciente estabilida­d social y racionalid­ad política.

Hemos comprobado que la alta cultura puede coexistir con extremos de histeria colectiva y salvajismo. Estas tres roturas: del centro interior, de la idea de progreso, del humanismo ilustrado, significan el fin de una estructura de valores, es decir, de una cultura. Por eso estamos en una poscultura.

La vigente cultura occidental es una poscultura, que mira con nostalgia hacia su momento de esplendor

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