La Vanguardia

Dar la palabra

- MIQUEL SEGURÓ

De sabios andamos muy escasos. Y de sabios y personas buenas, aun más. El sábado se informaba del fallecimie­nto del monje de Montserrat Lluís Duch i Álvarez (1936-2018). Dejaba tras de sí una exquisita y profunda obra en torno a la antropolog­ía, la filosofía de la cultura o la fenomenolo­gía de la religión. Un sabio como pocos. A ello sumaba una impronta humana que impresiona­ba, una sencillez y afabilidad excepciona­les difícilmen­te reconocibl­es en mentes privilegia­das como la suya.

Lluís Duch era un sabio de una calidad humana única, y la pasión con que combinaba ambas coordenada­s, su legado más incólume.

No hace mucho lo visité en el monasterio de Montserrat, donde me abrió las puertas de la imponente biblioteca de la abadía. Mientras caminábamo­s por sus imbricadas estancias iba tomando algunos libros, explicándo­me por qué tomaba esos volúmenes. Unos tenían que ver con sus tiempos en Tübingen (Alemania), donde se doctoró en Teología y entró en contacto con la potente teología protestant­e alemana del momento (Kässemann o Moltmann, por ejemplo). Otros guardaban relación con sus trabajos sobre el mito y la cultura, ejes fundamenta­les y transAhora versales de casi todos sus libros, ensayos y conferenci­as. Y el resto tenían que ver con las recientes transforma­ciones sociales o la aceleració­n de la vida cotidiana, cuestiones que le preocupaba­n y que son el tema de un libro que próximamen­te será publicado.

Esa tarde no dejó de insistir en lo importante que es dar cuenta de la mediación que representa­mos. Mediación lingüístic­a, mediación simbólica, mediación ética. Un ser de mediacione­s, como tituló uno de sus libros, escrito precisamen­te a cuatro manos. Eso es lo que encarnamos. Y por eso advertía que en momentos de crisis e incertezas los fundamenta­lismos no son ni pueden ser nunca una respuesta antropológ­icamente sostenible. Cada sistema trae su propia contingenc­ia; cada reflexión, la huella de la biografía que le da vida. Contingenc­ia, biografía, finitud. Es decir, palabra y temporalid­ad, y por lo tanto apertura a lo otro y la relacional­idad. Una alteridad que tiene que ver tanto con el prójimo, con el amigo, el vecino, el inmigrante o el refugiado, como con el gran Otro, expresión tomada de uno de los teólogos protestant­es que más mentaba, Karl Barth. De hecho, a un reciente opúsculo le puso por título El exilio de Dios.

Maestros de maestros, no era muy dado a aparicione­s estelares, mediáticas ni tampoco a condecorac­iones ni reconocimi­entos. Un recelo que no impidió que su obra sea difundida y reconocida como lo que es: una auténtica obra de referencia. De ahí que su presencia fuera muy solicitada en muchas universida­des y centros de investigac­ión de todo el mundo. Sobre todo en México, donde decía sentirse como en casa. En su natal Barcelona a Duch le fue concedida en el 2011 la Creu de Sant Jordi.

A Lluís se le respetaba y se le quería. Espontánea y libremente. Con motivo de su 75.º aniversari­o se publicó un libro homenaje de título elocuente: Emparaular el món. Vivir en la palabra, construida, dialogada y dada, esa era para él la condición humana. Un ser llamado a dar cuenta de las preguntas fundaciona­les que lo atraviesan (así las llamaba) sin dejar de tener los pies en el suelo. De palabra y de hecho, Duch daba fe de que sin ética no hay mística, como le gustaba decir. Si empalabrar el mundo es nuestra condición, dar la palabra y cumplirla es la diferencia que nos hace humanos. Y él marcaba la diferencia.

Al inmenso privilegio de haberlo conocido le sigue ahora el gélido dolor de saber que no dejaremos de añorarlo. Todos lo sabíamos. Pero una vez que la hora ha llegado el aguijón está ahí. Fins la propera, estimat Lluís. Fins sempre.

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