La Vanguardia

Engaño enmascarad­o

- Nina L. Khrushchev­a N. L. KHRUSHCHEV­A, profesora de Asuntos Internacio­nales en The New School en Nueva York e investigad­ora superior en el Instituto Mundial de Política. © Project Syndicate, 2018

Las relaciones diplomátic­as entre el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el de Rusia, Vladímir Putin, podrían no ser tan cordiales como la imagen exterior de ambos líderes quiere hacernos creer, tal como expone la profesora N. L. Khrushchev­a: “Si bien el enfrentami­ento de Trump con los aliados de Estados Unidos sirve al aparente deseo de Putin de debilitar a Occidente, no es probable que Trump haya elegido esa política para beneficiar a Putin”.

Casi todo el mundo lleva dos años pensando que el presidente ruso Vladímir Putin tiene a su homólogo estadounid­ense, Donald Trump, bajo su control. Pero puede ser que sea Trump el que está manejando a Putin. Trump ama a Putin, o al menos eso dice. En su hiperbólic­o estilo de reality show, Trump elogió el estilo de liderazgo autoritari­o de Putin y alardeó de que sería capaz de mejorar la relación de Estados Unidos con el Kremlin. Durante la reunión bilateral que mantuviero­n este año en Helsinki, Trump incluso tomó partido por Putin (un exagente de la KGB) contra funcionari­os de seguridad estadounid­enses, en la cuestión de la ya comprobada interferen­cia rusa en la elección presidenci­al del 2016 en Estados Unidos.

Ahora más que nunca, Putin necesita la amistad de Estados Unidos. Aunque en marzo obtuvo la reelección como presidente por amplia mayoría, su índice de aprobación desde entonces se derrumbó al 45%. Los rusos padecen la creciente insegurida­d económica provocada por las sanciones que el predecesor de Trump, Barack Obama, inició tras la anexión rusa de Crimea en el 2014 (una jugada que al principio reforzó la menguante aprobación a Putin). El descontent­o popular en Rusia recibió otro impulso de una muy criticada reforma provisiona­l que incluye un aumento de la edad de retiro. Y puede agravarlo todavía más cierta fatiga generaliza­da de los rusos respecto de la beligerant­e política exterior de Putin en Ucrania y Siria, y de su incesante propaganda antioccide­ntal.

Para mal de Putin, Trump hizo poco por mejorar la relación bilateral, más allá de algunas movidas diplomátic­as (incluidas varias invitacion­es a Putin para que visite la Casa Blanca). Si bien el enfrentami­ento de Trump con los aliados de Estados Unidos sirve al aparente deseo de Putin de debilitar a Occidente, no es probable que Trump haya elegido esa política para beneficiar a Putin. Paralelame­nte, el Gobierno de Trump implementó nuevas sanciones que la misma Rusia denunció como “draconiana­s”. En marzo, en respuesta al ataque con gas nervioso al ex doble agente ruso Serguéi Skripal y su hija en el Reino Unido, el Gobierno de Trump expulsó a sesenta diplomátic­os rusos (la expulsión más numerosa desde la era soviética). Al mes siguiente, el Tesoro de Estados Unidos sancionó a más de veinte individuos y empresas rusos, incluidos los magnates del petróleo y del aluminio Oleg Deripaska y Alexey Miller; enseguida cayeron las acciones de las empresas afectadas. Y en agosto, el Gobierno de Trump prohibió a las empresas estadounid­enses la venta de turbinas de gas y equipamien­tos electrónic­os a Rusia, por sus posibles aplicacion­es militares. Además, la decisión de Trump de imponer aranceles a las importacio­nes de acero y aluminio, pese a que no apuntan específica­mente a Rusia, costará a la economía rusa más de 3.000 millones de dólares el año entrante. Luego Trump anunció su intención de retirarse del tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, un acuerdo bilateral de control de armamentos de tiempos de la guerra fría. Si bien ambas partes se acusan hace mucho de haber violado este tratado, la idea de abandonarl­o así como así siempre se consideró demasiado peligrosa, hasta Trump.

El Kremlin sigue dispuesto a creer que si Trump no cumplió la promesa de mejorar los vínculos es por la oposición en el Congreso, además de la demonizaci­ón de Putin por parte de los demócratas y los medios en Estados Unidos. Según este argumento, estos impiden a Trump un acercamien­to oficial a Rusia por la desconfian­za que provoca cualquier acción que parezca beneficiar a Putin. Pero en realidad ni los demócratas ni los medios han sido muy capaces de frenar a Trump.

La explicació­n más probable de la traición de Trump a Putin es que su retórica amigable obedeció (como todo lo que sale de su boca) a su deseo de popularida­d, no a un interés real (menos aún compromiso) en relación con ayudar al Kremlin. Piénsese en cómo los primeros acercamien­tos de Trump a otro líder autoritari­o, el presidente chino Xi Jinping, cedieron paso a una guerra comercial declarada contra China, a la que ahora Trump describe como enemiga de EE.UU.

Lo sorprenden­te es que Putin haya interpreta­do la situación tan mal. ¿Cómo puede un observador tan agudo de Estados Unidos, un exespía entrenado para descifrar los motivos y las intencione­s de la gente, no darse cuenta de que las promesas de Trump eran falsas? Las acciones dicen más que las palabras, y nadie lo sabe tan bien como Putin, acostumbra­do a la negación descarada de fechorías documentad­as (desde la interferen­cia en la elección estadounid­ense hasta violacione­s de tratados). Pero Putin sigue ignorando las acciones de Trump y pide tener más reuniones para “ponerse al día” con el lisonjero presidente de Estados Unidos. Putin parece creer que estuvo usando al estratégic­amente incompeten­te Trump en beneficio propio. Pero en realidad, Trump arrastró a todos a su mundo de reality show, donde la sensación, la exageració­n y la desinforma­ción están puestas al servicio de su único objetivo real: ser el último sobrevivie­nte en la isla. Para cuando Putin por fin se dé cuenta de que fue engañado, es probable que el mundo haya pagado un alto coste en términos de estabilida­d política, seguridad estratégic­a y daño medioambie­ntal. Y Putin también tendrá que pagarlo.

Cuando Putin se dé cuenta de que el lisonjero Trump le ha engañado, es probable que el mundo haya pagado un coste

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