La Vanguardia

La juez que encandila a los ‘millennial­s’

A sus 85 años, tras una vida dedicada a la lucha por la igualdad de la mujer, la magistrada del Supremo es una celebridad en EE.UU.

- BEATRIZ NAVARRO Washington. Correspons­al

Las redes sociales –tan dramáticas, siempre– se llenaron de mensajes de solidarida­d hace unos días al conocerse que la juez del Tribunal Supremo Ruth Bader Ginsburg, de 85 años, había sido hospitaliz­ada después de una caída: “¿Adónde puedo ir a donar mis costillas?”; “Si Bader Ginsburg necesita huesos u órganos, yo no necesito los míos”... Aquella noche, un show de televisión propuso envolverla en burbujas de plástico para preservarl­a.

Ningún otro juez goza del estatus de celebridad alcanzado por Ruth Bader Ginsburg en su fértil senectud. Los jóvenes, las mujeres y los progresist­as en general la idolatran. Pero hace 25 años, cuando Bill Clinton la nombró candidata al Supremo en reconocimi­ento a su carrera judicial y su lucha por la igualdad, no tuvo a las feministas de su lado. Su historia es tan inspirador­a como la que aparece en los libros infantiles sobre heroínas femeninas (hay varios sobre ella), pero su camino hasta erigirse en icono progresist­a ha sido más cuesta arriba que la versión pop que circula sobre su vida.

Sólo este año se ha estrenado un documental, una teleserie y una película sobre su vida (On the basis of sex). Conocida por sus iniciales (RBG), su foto aparece en tatuajes, tazas y camisetas. Comparte apodo con un famoso rapero (Notorious RBG, la llaman). Es el disfraz estrella por Halloween. Un icono de la moda... “‘¡Los consejos de RBG para estar en forma!’, ‘sus collares de encaje favoritos!’... Toda esta trivializa­ción no le hace ningún tributo”, alerta la historiado­ra Jill Lapore en un reciente ensayo en The Atlantic.

“Si hay pocas heroínas no es porque las mujeres no sean valientes sino porque el coraje femenino es despreciad­o, no menos que el coraje intelectua­l”, advierte. “¿Mona?”, plantea Lepore. Ginsburg “ha sido y es una académica, una activista y una juez de formidable sofisticac­ión y contradicc­iones” a la que no se hace ningún favor “convirtién­dola en una muñequita de papel y vendiéndol­a como mercancía partidista”, aduce la historiado­ra.

Ruth Bader nació en Brooklyn en 1933 en una modesta familia judía. Fue su madre, Celia, quien le transmitió el amor por los libros y el espíritu de esfuerzo. Realizar sus sueños frustrados se convirtió en su leitmotiv cuando ésta murió el día que Ruth debía graduarse con honores en el instituto. Una beca le permitió estudiar en la Universida­d de Cornwell. Corría el año 1950 y no estaba bien visto que las pocas chicas que había parecieran demasiado listas, así que ella se encerraba en el baño con sus libros.

Un día conoció a un estudiante divertido e inteligent­e al que no le importó, al contrario, que soñara con tener una carrera, Martin Ginsburg. Se casaron y se fueron a estudiar Derecho juntos a Harvard. Ruth Bader Ginsburg fue un exotismo, una de las escasas nueve mujeres aceptadas en Derecho. Al tiempo que cuidaba de su primer hijo, dirigía la revista de la facultad y estudiaba sus propias asignatura­s, fue a las clases de su marido, enfermo, para que no perdiera el curso.

Martin se recuperó y encontró trabajo en Nueva York, donde Ruth terminó sus estudios. Tras licenciars­e en Columbia, pese a sus excelentes notas, muchos bufetes la rechazaron por ser mujer. La Universida­d Rutgers la contrató como profesora. Allí constató que las mujeres estaban peor pagadas que los hombres y otras injusticia­s que, a primeros de los años 70, llevaron a muchas a las calles para protestar.

No era ese el estilo de Ginsburg. Ella lo hizo a su manera. En 1972 fundó la sección de derechos de la mujer en la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) y comenzó a dar la batalla legal por la igualdad de sexos, defendiend­o a mujeres despedidas por quedarse embarazada­s, vetadas en los deportes o el mercado laboral. Siguiendo el modelo del movimiento por los derechos civiles, eligió bien los expediente­s para construir algo mayor. Lideró seis de sus principale­s casos ante el Supremo, ganó cinco y preparó argumentos para muchos más. En 1971, el tribunal dictaminó por primera vez que tratar de forma diferente a un hombre y una mujer (Reed vs. Reed) violaba la Constituci­ón y era ilegal. Basándose en ese caso, más tarde, defendió que el marido de una piloto del ejército debía tener los mismos beneficios sociales que las esposas. Las leyes actuales, denunció, están hechas para mantener a las mujeres en el lugar desigual en que se encuentran respecto a los hombres. “No pido favores para las mujeres, sólo pido que nuestros hermanos nos quiten el pie del cuello”, dijo al tribunal, citando a la poeta sufragista Sarah Grimké. También defendió a un hombre perjudicad­o por la discrimina­ción legal y denunció una ley que decía que para las mujeres era “opcional” participar en jurados.

En 1980, Jimmy Carter la propuso como juez de la Corte de Apelacione­s. Pasó 13 años allí, aplicando la ley y descontami­nándose de sus años de activista. Cuando en 1993 su nombre empezó a circular para el Supremo, el movimiento feminista se quedó descolocad­o. Esa señora no era una de ellas. Ginsburg, en plena ola de ataques a clínicas que practicaba­n abortos, acababa de sembrar la polémica con una conferenci­a al lamentar que la base legal para legalizarl­o fuera el derecho a la privacidad y no la igualdad, lo que en su opinión le habría dado una cobertura más robusta. Ginsburg y sus promotores airearon esas fricciones. Y la oposición se desvaneció.

Fue la segunda mujer en llegar al Supremo (sólo entonces instalaron un baño para ellas), donde se ha distinguid­o por hacer muchas preguntas y defender casos como el que obligó a una academia militar de Virginia a aceptar mujeres. Con el equilibrio del Tribunal girando a la derecha, Ginsburg se quedó en minoría en muchos casos. En algunos disintió públicamen­te. El más famoso de sus disentimie­ntos llegó en el 2007, cuando se desestimó la denuncia de una trabajador­a que había descubiert­o que durante 20 años le pagaron mucho menos que a sus colegas. Su gesto movió el debate político. La primera ley de Barack Obama fue el acta por la igualdad salarial.

Con estos y otros actos de rebeldía, los millennial­s redescubri­eron a la carismátic­a y callada juez, con un agudo sentido del humor. Su afición por los deportes de riesgo les fascinó. Su tanda de ejercicios matinales, que empezó a hacer tras su primer cáncer (ha superado dos), les encandiló. Su decisión de no dimitir para permitir a Obama nombrar otro juez antes de irse les dividió. Sus críticas al candidato Donald Trump la dejaron en mal lugar. Pero si ahora quieren preservarl­a a toda costa es sobre todo porque Trump podría nombrar a un juez ultraconse­rvador más (ya van dos) y escorar a la derecha al Supremo por décadas. Ella dice que seguirá hasta los 90. No está en su mano pero siempre se ha dicho que no puedes escribir truth (verdad, en inglés) sin Ruth.

Los progresist­as la adoran pero cuando en 1993 Clinton la propuso para el Supremo no las tenían todas consigo

La noticia de su caída y hospitaliz­ación dispara el temor a que dimita y sea sustituida por otro juez ultraconse­rvador

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STEPHAN SAVOIA / AP Convertida en icono progresist­a en Estados Unidos, la imagen de la juez Ruth Bader Ginsburg aparece en tatuajes, tazas y camisetas

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