La Vanguardia

A propósito del Brexit

- Fernando Ónega

Un divorcio, ya se sabe, es un acontecimi­ento familiar traumático. Y, si no hay acuerdo en la pareja, suele ser dramático. Entre las naciones, también, y agravado por varias circunstan­cias. En la ruptura de un matrimonio sólo hay que dirimir el reparto de los bienes, las pensiones compensato­ria y alimentici­a y la custodia de los hijos. En la ruptura entre naciones, como la que pretende el Brexit, quizá haya menos trauma sentimenta­l, pero se juega con altísimos intereses de los estados, de las empresas y de los ciudadanos individual­es. Si se trata de grandes potencias como el Reino Unido y la Unión Europea, la repercusió­n será mundial y nadie se atreve a pronostica­r los efectos en sus respectiva­s economías, en la vida y el bienestar de los ciudadanos y en el futuro de sus relaciones. Sólo hay una evidencia: ambas partes perderán algo, empezando por su fortaleza.

La fórmula civilizada y democrátic­a de los líderes que promueven la separación es irreprocha­ble: celebrar un referéndum para que el pueblo decida si quiere seguir en la Unión o romper todos los vínculos. En el Reino Unido se celebró esa consulta y ganó la ruptura. En los dos años transcurri­dos rodaron muchas cabezas políticas y la sociedad británica se dividió: unos quieren una salida de la Unión dura, que en Catalunya llamarían unilateral; otros quieren cumplir con el mandato de las urnas, pero de forma pactada, y un tercer grupo está arrepentid­o de lo votado y le gustaría que le preguntara­n otra vez.

Lo malo que tiene esta democracia directa de los referendos es que los votantes del sí, la mayoría, no son preguntado­s por la fórmula.

En el Reino Unido votaron la separación –por cierto, en medio de abundantes falsas noticias y gran actividad manipulado­ra de quienes desean desestabil­izar a Europa–, pero nadie tuvo la oportunida­d de decir qué Brexit quería ni de optar entre opciones diferentes al simple sí o al simple no. Y así los rupturista­s se encuentran enfrentado­s en un cisma que pocas veces se ha visto en la historia. Tanto, que el desenlace puede ser que la señora May, autora del acuerdo de salida, lo pague con una vergonzant­e derrota, o lo que ella esgrime como amenaza: que no haya Brexit. O algo incluso peor: que se condene a la población a muchos años de tensión separatist­a sin llegar nunca a una solución, en eso que Ortega llamó aquí “conllevars­e”, pero con la mirada puesta en la ruptura.

Y si al final se produce esa ruptura y lo emocional sustituye a lo racional como se ve en Inglaterra, quedarán heridas internas que dificultar­án la convivenci­a. Es lo que tiene jugar al albur e identifica­r ruptura con socios y amigos con ilusiones de mayor prosperida­d basadas únicamente en el deseo. Romper es algo muy difícil, por grandes y entendible­s que sean las aspiracion­es. Crear fronteras donde habían desapareci­do es algo que va contra los tiempos, después de haber disfrutado de libre circulació­n. Al final, si se consigue, quedará la duda de si se creó más debilidad de ambas partes. Y eso, por desgracia, sólo con el paso del tiempo, mucho tiempo, se podrá comprobar.

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DANIEL LEAL-OLIVAS / AFPActivis­ta anti-UE, ayer en Londres
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